junio 2019

YO ACUSO A LA ENSEÑANZA DEL DERECHO

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INTRODUCCIÓN A LA ACUSACIÓN.

Durante muchos años dediqué esfuerzos a aprender a enseñar un derecho que pudiera ser salvaguarda de los reclamos, las necesidades y las luchas que se verifican en nuestra sociedad y en su base conflictiva. Otras y otros – me consta – han hecho y siguen haciendo lo mismo, más y mucho mejor que yo, especialmente docentes mucho más jóvenes y más capacitados pedagógicamente. Pero la imagen de ese conjunto no deja de semejarse a esa catarata de pequeños mensajes colocados en los intersticios del Muro de los Lamentos, con una fe que disimula el saber que por la noche serán simplemente sustraídos y destruidos por los depositarios del poder de hacerlo: para que al día siguiente todo esté como era antes y como habrá de seguir siéndolo.
En las facultades de derecho, como dijo el victimólogo humanista Elías Neuman, se transmite el ‘saber’ como si se estuviera transmitiendo el poder. Porque, en rigor, lo que se transmite es la reproducción de la dominación social y su expresión de voluntad en forma de ley y de doctrinas convalidantes.  
Ese conjunto de doctrinas se aprenden y se enseñan como si en ellas se contuviera las tablas de la ley, y asumen la calidad del dogma: si incluso se puede llamar ‘doctrina’ al dislate violador de garantías esenciales que fabricó un ignoto jurista que ocupa un alto cargo en el aparato judicial, de apellido Irurzun, para proveer de ‘fundamentos’ a una constante violación de valores jurídicos de la envergadura del principio de presunción de inocencia. Quienes la siguen o la aprovechan para una persecución judicial sectaria no parecen preocuparse de que, como tal ‘doctrina’, sea indefendible en un aula universitaria de mínimo rigor. Solo que, en el decurso de esta acusación, no aparece con la frecuencia indispensable ese rigor mínimo.
ENTRE EL PROCESO DE KAFKA Y EL INFORME DE BRODEEK DE CLAUDEL.
El ‘statu quo’ dificulta y comprime la creatividad del docente, pero muy especialmente la del alumno. Hay algo de la parábola de El PROCESO de Kafka: Joseph ‘K’, cuya falta de resistencia excita la rebelión del lector, hace cuanto puede para ENTRAR en la ley, que es pensada como una fuerte luz que emana detrás de las puertas cerradas.
La enseñanza universitaria es, en buena medida, la historia de una búsqueda para llegar a esas puertas, al punto de contacto entre el ‘in’ y la sociedad; pero también es la historia de una adaptación a una idea que es letal para su desarrollo: la de que el derecho DADO, el normativizado, es la mejor forma de regulación y articulación de las conductas humanas en la sociedad; o, cuanto menos, la mejor de las históricamente posibles: en todo caso, la que es más útil para la funcionalidad del orden jurídico, cualesquiera sean sus vicios conceptuales.
Pero volvamos a Joseph ‘K’, el protagonista de El Proceso. Él ignora hasta su propia ejecución, y mucho más allá –si se entiende que la novela no se cierra- de qué se le acusa, cómo se ventila su causa, quiénes y por qué lo condenan: pero tanto su ajenidad como su pasividad no le impiden una ciega fe en el derecho y en la aptitud para su manejo por los demiurgos, los juristas, los profesores, los jueces, los fiscales, los abogados, los portadores de ese ‘saber’ que no es muy diverso del ‘poder’.
El docente de derecho, como operador, no vive en ese nivel de ignorancia, puesto que nació y se desarrolló profesionalmente en ese ìn’, habilitado como tal por otros, y que resulta tan preservador del ‘statu quo’ como lo pretendiera ese ícono de nuestro conservadurismo reaccionario, como aún lo sigue siendo, de Georges Ripert. Desde ese espacio de ubicación conceptual no comprende o se conduele por la ajenidad de Joseph K a lo que el orden jurídico le depara.
El ‘out’ de la sociedad, de sus conflictos reales, concretos, constantes, complejos, dinámicos y creativos, no ingresa en escena sino por la acción de un sector de la docencia suficientemente crítico, y una porción del alumnado que no dicotomiza ni divorcia aquella conflictividad y luchas de su tarea de aprendizaje  a través de la información jurídica. Pero pese a los esfuerzos de unos y otros, resulta ser muy escaso, cualitativamente, el cambio que en los contenidos de la enseñanza del derecho ha acontecido, tanto durante las etapas dictatoriales, como en las de un neoliberalismo negador de esenciales valores jurídico-constitucionales; o, incluso, en otros períodos menos antisociales, a los que hoy se califica como populistas.
Un profesor de derecho constitucional podía sostener, en plena orgía de sangre, que la jerarquización de valores constitucionales otorgaba prelación al derecho de propiedad sobre el derecho a la vida, así como hoy una cátedra de derecho penal puede enseñar la perversidad del garantismo judicial, u otra de derecho del trabajo validar la progresiva demolición de las instituciones de naturaleza protectora o igualadora. Como intentaré mostrar, ni siquiera son docentes quintacolumnistas, sino que son portavoces de un discurso dominante, el de la neutralidad, despolitización y desideologización del derecho.
El alumno de nuestras carreras de grado es introducido de cabeza en un microuniverso en el que ni siquiera se le facilita una adecuada comprensión del metalenguaje del derecho, y transita parcialmente fuera de su sistema conceptual: es como el ‘Anderer’, ese personaje de EL INFORME DE BRODEECK de Philipe CLAUDEL: es un ajeno, un extraño obstáculo que ingresa al pequeño mundo de un pueblo que ignora hasta la guerra que se desarrolla en sus proximidades aunque haga negocios con ella. En todo caso la diferencia, afortunadamente, es que el éxito de ese alumno o esa alumna no es la condena a ser suprimido y asesinado desde el mismo momento en que interrumpe, incluso sin proponérselo, ese orden quietista, aprovechador y cobarde: él, o ella, tiene la posibilidad de adaptarse, de asimilarse; y, desde luego, de generarse como reproductor del sistema y alcanzar su puerta: la que va a ser completada y perfeccionada, luego, en sus indispensables posgrados y sus posibles doctorados.
El ‘in’ de la enseñanza oficial requiere de ventanas, y particularmente las que proporciona el desarrollo de los aspectos jurídicos de la lucha social por los derechos humanos, como todo aquello que Luigi FERRAJOLI se empeña en enseñarnos a considerar como derechos fundamentales. En esas ventanas se accede a un ‘out’, que precisa cada vez más ser ensanchado,  ampliado: útil para ver no solo lo que se percibe a su altura sino en el piso mismo de la sociedad.  
Es un gran aporte de muchos docentes críticos, pero es aún insuficiente si lo que queremos es evitar que los ‘Anderers’ seamos nosotros mismos, en un mundo que tiende a cambiar, para bien o para mal, a una velocidad mayor que el estanco del ‘in’ del derecho. Allí donde se realiza y reproduce la noción de RIPERT de que la función del jurista no es otra que la de conservar, congelar y reproducir el mismo estado de las cosas y de las relaciones sociales.
La parábola de Kafka se cerraría en aquel momento en el que los propios burócratas del orden jurídico perdieran la conciencia de qué es lo que están juzgando, qué es lo que están defendiendo, qué lo que están condenando, ni quién es ese sujeto Joseph ‘K’ que es colocado ante sus ojos vendados. Llegados a ese extremo, nos habremos de sentir cómplices del crimen de Joseph ‘K’ y del de ‘Anderer’, y en buena medida de la degradación de un sistema que justifica el desprestigio social de su rostro más visible, el del aparato judicial.
Me he detenido en la parábola de EL PROCESO, porque tal vez algunos de los docentes que participaron recuerden aquellos debates que surgían en un seminario válido para carrera docente bajo mi dirección, hace unos cuantos años, en el que el ‘proceso’ que se examinaba no eran textos de derecho procesal sino una novela sacudidora, capítulo por capítulo. Para entonces no disponíamos de EL INFORME DE BRODEECK.
LA IGNORANCIA, EL SILENCIO O LA INDIFERENCIA.
Si no estuviéramos corriendo ese riesgo, si no lo fuera en la más importante y valiosa de esas facultades en mi país y en la que me formé profesionalmente, la de la UBA, no se concebiría que hubiera permanecido y que permanezca silente y cómplice de la persecución política a la abogacía, a la justicia independiente y ciudadana, a la vigencia de las instituciones jurídicas republicanas y a la demanda de conquista de un estado social democrático de derecho. O frente a la cesión imparable de la soberanía nacional; o al drama de una exclusión social que es, al mismo tiempo, exclusión jurídica; o al entronizado de ese ‘otro’ derecho que expresa la voluntad de las mafias decisorias en el poder real y concreto. No deseo ser autoreferencial, pero en mi modesto caso, bastó exteriorizar un pedido de pronunciamiento a sus autoridades, por intermedio de la dirección del Departamento respectivo, a mediados de 2017, para que se me coartara, de hecho y con agravios personales, mi propia actividad como profesor consulto de esa Facultad.
Creo que esto se ha agravado, pues esa Facultad que enseña poder antes que derecho, sigue indiferente en medio de la pudrición de un sistema judicial que está compuesto por profesionales egresados de sus carreras; de las prisiones políticas sin causa ni justificación jurídica; de la pura venganza talional; y del odio como espacio de ejercicio del poder, la ilegalidad, la inconstitucionalidad de los aparatos de los que ese poder se sirve y la violación constante de los principales Tratados y al Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Cuando yo todavía estaba en la docencia activa, participando en el desarrollo de una nueva e interesante experiencia de apertura de ventanas con el dictado de un curso de teoría general de derecho del trabajo utilizando al cine como material didáctico, recibí y valoré mucho un ensayo de Mauro BENENTE, publicado en DPyC de febrero de 2017, cuyo título era tan frontal como su contenido: “DERECHO Y DERECHA. ENSEÑANZA DEL DERECHO Y DESPOLITIZACIÓN”.
En el capítulo introductorio, Benente hace referencia a un comentario periodístico acerca de las características de una marcha de reclamo del 12 de mayo de 2016 hacia el Ministerio de Educación de la Nación y Plaza de Mayo, en la que, para destacar el acontecimiento, se decía que “el clima de indignación llegó hasta los pasillos de facultades como la de Derecho, donde no se veía una asamblea desde hace más de una década”. Lo ratifica el autor, al reconocer que a contrapelo de otras facultades de humanidades y ciencias sociales, la facultad de derecho de la UBA es ajena a las acciones públicas en defensa de la universidad.
Creo que es útil detenerme en la experiencia personal del autor, que en el dictado de clases abiertas en el marco de paros docentes, comprobó que la asistencia de alumnos de cursos del inicio de la carrera era muy superior a la de quienes cursaban materias con más de la mitad de la currícula aprobada. Habría que comprobar si se puede extrapolar esa experiencia como para cohonestar la afirmación de Benente de que existe una relación decreciente entre el avance en la carrera y el grado de compromiso político y social del estudiantado.
La dificultad para ese tipo de generalizaciones siempre me recuerda aquella crítica al pragmatismo norteamericano de Mario BUNGE, cuando decía que si un investigador sociólogo pragmático visitaba una casa en la que los abuelos hablaban entre sí y con sus hijos en italiano, estos con los suyos en español y los nietos solamente en nuestro idioma, llegaba a la conclusión científica de que a medida que envejece la gente se vuelve italiana.
Pero en tono de pregunta, y sin apresurarnos en la respuesta, cabe interrogarnos por qué los y las estudiantes y los y las docentes no participan en los paros, en las marchas y en las movilizaciones sociales en el ritmo que lo hacen en otras disciplinas universitarias. Benente se anima a preguntar por qué quienes estudian y enseñan derecho son más conservadores que sus pares de otras facultades de ciencias sociales. ¿No será porque su experiencia formativa y formadora incluye una cosmovisión conservadora, en la que influyen las prácticas discursivas de su pedagogía específica?
La educación legal es una preparación para la jerarquía y la obediencia, afirmaba Duncan Kennedy en 1982, refiriéndose a las escuelas de derecho de EEUU. Su núcleo, como nos surge de la relectura del ensayo de Benente, es la distinción entre derecho y política, sin presencia de ideales o elementos conceptuales políticos.
En lo que concierne a mi experiencia, en muchas ocasiones he planteado situaciones dilemáticas a los estudiantes, especialmente en primeras clases de cursos de la cátedra, tales como el análisis de las cuestiones que plantean los piquetes y otras formas de reclamo social colectivo, o las tomas de tierras o viviendas vacías, o –incluso- el perjuicio al interés de terceros en las huelgas y otras medidas de acción directa amparadas constitucionalmente. Y la generalidad (casi universalidad) de las respuestas se afincaban en el aspecto jurídico formal de la colisión de ‘derechos’; ello, sin mentar los aspectos económicos, sociales y políticos que determinaban la hipótesis planteada.
Benente, en el trabajo citado, intenta explicar esta fenomenología “por el tipo de relato jurídico en el cual los estudiantes se socializan, un relato que no hace visible el entramado económico, político y social que rodea tanto la producción legislativa como la aplicación judicial de las normas”. O, en otras palabras, y citando a otro autor, un discurso en el que el texto jurídico no es considerado dependiente de los contextos y procesos organizacionales de los cuales emana, es reglamentado y a través de los cuales es aplicado.
En este punto, la conclusión de ese investigador posdoctoral del Conicet que desarrolla su actividad en el instituto Gioja de la Facultad de Derecho UBA, es la de que ese discurso atraviesa a gran parte del relato jurídico como si fuera independiente, incontaminado, autónomo, de todos los posicionamientos ideológicos y políticos. Lo que, a no dudarlo, es una de las peores formas de introducir ideologías y políticas en la formación de los futuros cuadros profesionales. El muro es una ‘voluntad del legislador’, p.,ej., como lo son técnicas didácticas basadas en el método de casos, omitiendo su historicidad.  
Tras una glosa sin desperdicio del contrabando ideológico desde un libro de Julián de Diego, según quien el derecho del trabajo ‘aparece’ como lo hacen las especies en la naturaleza, resulta trasparente la transferencia al receptor de que las leyes nacen , se sancionan, se conocen, aparecen ,se dictan, luego se acatan y se cumplen. Tal vez no sea tan categórica la afirmación en ese capítulo de la enseñanza que es el derecho del trabajo y de la seguridad social, pero al fin y al cabo las materias que el alumnado cursa de esas disciplinas se configuran casi como ínsulas muy separadas del continente de la formación genérica del abogado. Y al fin y al cabo, en muchas facultades de derecho, la enseñanza de esas materias se hace desde las tesis de un derecho empresarial o desde la prelación del orden público económico por sobre el laboral.
El que esa falsa desideologización y despolitización trasciende a las carreras de grado la vemos, casi constantemente, en los contenidos de las sentencias judiciales; y cuando ello no sucede, cuando el abogado-juez se ubica en el marco social, económico, político y humano de los hechos que juzga y en la responsabilidad de sus autores, no resulta ser acreedor de reconocimientos sino de reproches y ataques.
Es así, porque lo que enseñamos y aprendemos es una neutralidad amorfa, que se pretende no distinguir de la imparcialidad, en el caso de la judicatura, o de la pura defensa incondicional de la puesta del abogado al servicio de los intereses que defiende o sobre los que asesora profesionalmente. En el primer caso, se traslada a la despolitización académica de los comentarios a fallos judiciales, donde el relato, de una juridicidad predominantemente abstracta, prescinde de toda contextualización. Y en las aulas universitarias (aquí vuelvo a citar una frase sacudidora de Benente) “el relato que se construye alrededor de la producción y aplicación de normas, y que se enseña en las aulas, excluye todo tipo de contextualización política, económica y social. Es un derecho sin sangre ni lágrimas  (…) En las alusiones al derecho nos topamos con una política de la despolitización.” (el enfatizado me pertenece, ME).
Por supuesto que la responsabilidad individual y plurindividual recae, sustancialmente, sobre quienes tienen la tarea de enseñar derecho, y sobre quienes orientan y dirigen sus rutinas, así no excluya el conformismo o  la pasividad de quienes tienen la posición receptiva, que –forzoso es decirlo- también se inclinan por las cátedras y cursos que ‘vienen bien’ en un claro sentido consentidor y pasivo de la pura reproducción mecánica de una forma de transitar la carrera.
Me detengo en una conclusión polémica del ensayo de Benente. Porque él dice que “el escenario para repensar la formación de los y las estudiantes de derecho, para apostar por una formación menos conservadora y más comprometida con las penurias y angustias que acontecen fuera de los muros de la Universidad, no es sencillo. No solamente porque los relatos predominantes son conservadores, sino también porque las prácticas pedagógicas a las que estamos acostumbrados y acostumbradas son eminentemente embrutecedoras.”
Seguirán habiendo heroicas clases abiertas como sucedáneos de huelgas de personal docente y no docente, seguirán desarrollándose ensayos y esfuerzos de elaboración de un derecho crítico. Ojalá prosperen y contribuyan a reconducir a las facultades de derecho a una apertura a la sociedad y sus dilemas: ojalá sucedan muchas cosas opuestas a las que suceden, o sucedan las que siguen sin suceder. Pero como radiografía de una realidad que yo vengo viviendo desde que ingresé como estudiante hace más de seis décadas, la descripción es sumamente correcta, y permanente.
Como la intención de esta acusación o denuncia no pretende ingresar al espacio de la erudición sino de un conjunto de reflexiones personales y producto de mi propia y extensa experiencia en la docencia universitaria de derecho, no me detengo a glosar, facultad por facultad, en cuántas cuya currícula he observado no existe una materia orgánica y específica sobre el derecho internacional y nacional de los derechos humanos; o ,si la hay, si se dicta solo en determinada área de especialización profesional, tanto en los cursos de grado como  en los de posgrado: pero son muchas,  y por cierto son demasiadas.
Creo que es al mismo tiempo un símbolo y una clave, porque subalterniza y explica la omisión de todo aquello que debe direccionar a la enseñanza de un derecho permeable a la evolución de las demandas, de las luchas sociales, de las necesidades y del desarrollo humano.
Por supuesto que se enseñan derechos humanos de su primera generación, aunque progresivamente menos como lo que fueron, esencialmente derechos del pueblo limitantes del poder estatal, que como derechos naturales fundantes del modo de producción y distribución del capitalismo. Se enseñan también, y limitados a las cátedras de la especialidad, los llamados derechos de segunda generación, los propios de un constitucionalismo social ‘aparecido’ con la Constitución Mejicana de  1917, omitiendo que aquel fue el resultado de un proceso revolucionario. Y aparecen, casi como nuevos compartimientos, algunos de los de esa tercera categoría a la que ingresan los derechos de tutela del medio ambiente y los del consumidor.
Ese modo disperso y sectorial, casi diseccionado, de la enseñanza de derechos humanos, allí donde no hay una enseñanza unitaria y esencial de la materia, es lo que no permite comprender que muchas de esas y de las restantes categorías de derechos individuales, pluri/individuales y colectivos, no son en rigor sino capítulos de ese Derecho Internacional y Nacional de los Derechos Humanos. Y va acompañado por un relativo desconocimiento o desinformación de la vinculación con los derechos humanos de muchos de los Tratados y Convenios Internacionales de valor jurídico imperativo, cuya falta de dominio es un déficit notorio en los caudales relativos de la formación universitaria, por mayor énfasis que sobre ellos ponga la propia Constitución Nacional.
Este nubarrón , esta cerrazón conceptual, no afecta solo a facultades de derecho de mi país, sino que es constante, y en algunos casos abrumadora, en otros países de Latinoamérica, que es el espacio que me dediqué a observar en mi acopio de datos. No he encontrado muchas diferencias demarcatorias de criterios ideológicos entre universidades públicas y privadas, aunque debo destacar que es en las de origen confesional donde menos se aplican a la enseñanza de los derechos humanos, que uno supone debieran ser un soporte de su propia concepción dogmática.
Para que la denuncia sea propositiva al menos en este punto vuelvo sobre las reflexiones que me mereció la necesidad de revisión de este símbolo y clave del reaccionarismo preponderante en la enseñanza del derecho. Que elaboré hace muy pocos meses, que propuse para el debate en un espacio de docencia crítica, y del que no he obtenido hasta que lo reintroduzco en este mensaje, ni críticas ni devoluciones.
LOS DERECHOS HUMANOS COMO UMBRAL DE LA CARRERA DE ABOGACÍA
Hacia finales de los ‘50’, las autoridades de la Facultad de Derecho de la UBA lanzaron una consulta que abarcaba al estudiantado acerca de las modificaciones o innovaciones al plan de estudios de abogacía. Un compañero de estudiantinas presentó una idea, o proyecto, que consistía en el dictado de una única materia, que él denominaba ‘bibliografía jurídica’; pues sostenía, en los fundamentos de esa irónica iniciativa (que por cierto no fue recibida con muestras de humor por el decanato), que lo único que debían saber los abogados era dónde buscar las respuestas preestablecidas para cada uno de los conflictos que debieran abordar en su oficio. Detrás de esa curiosa propuesta había, para nosotros, una crítica aguda a la manía kelseniana imperante en la facultad, y no solamente en sus cátedras de filosofía del derecho.
Bien pudiera ser que alguien recogiera hoy ese guante, y propusiera algo similar respecto de internet, google y las fuentes a/críticas contemporáneas de acceso simplificado a cualquier información con aptitud de copiar y pegar. Pero no tengo intención alguna de sugerirlo, ni siquiera en broma. Bastante me sacudió la comprobación de que buena parte del alumnado de una materia que cursaban en los últimos tramos de su carrera de grado no sabían manejarse en la búsqueda de un índice analítico de un tratado, pues su método de aproximación a la información estaba configurado por la búsqueda por palabras o grupos de palabras en Google.
En una relectura de un extenso y recomendable libro de César ARESE (2014), titulado “LOS DERECHOS HUMANOS LABORALES”, y en una perspectiva de un seductor optimismo conceptual que apenas un año más tarde comenzaría a derrumbarse, el autor se refería a la permeabilidad del derecho internacional de los derechos humanos, y en razón de ella postulaba que el programa de estudios del derecho del trabajo no comenzara por los principios exclusivos y propios de esa disciplina sino por el conjunto normativo de los Derechos Humanos.
¿Por qué ese innovador punto de partida gnoseológico? A juicio de ARESE porque es lo que permitiría pasar a la ponderación de una persona que trabaja, pero que, centralmente, posee dignidad, sentimientos, individualidad, intimidad, vida privada, pensamiento, ideología, religión, vida familiar, orientación política, necesidad de información y expresión, nacionalidad, idioma, cultura, sexo y orientación e identidad sexual elegida, vida comunitaria y gregaria, intereses colectivos y gremiales.  Sería algo así como introducir al conocimiento de un sistema normativo desde el descubrimiento de que los trabajadores y las trabajadoras son PERSONAS.
Recurrí a esa propuesta de ARESE cuando ,allá por octubre de 2018, no pude disociar estas ideas de la noticia que apareció en algún medio de información (nadie vaya a creer que en muchos) dando cuenta de que los ‘vecinos’ de los barrios privados para privilegiados de Nordelta se oponen o cuestionan e impiden que el personal de servicio de sus casas se movilice en los mismos buses o combis en los que se trasladan sus empleadores. Y como me interrogué acerca de si ese ‘appartheid’ concierne solamente a las relaciones sociales malformadas de trabajo, es que decido apuntar un poco más alto en la cuestión formativa de Derechos Humanos, al menos en lo que concierne a ese mismo ámbito de la preparación para un ejercicio razonable de la abogacía en sus diversas funciones sociales.
Desde que he comenzado esta acusación a la enseñanza del derecho en general y no a la de una de sus ramas, me refiero en esta porción propositiva a la continuidad y desarrollo necesario de la idea de que los derechos humanos son límites al poder: al poder político, al poder económico, al financiero, al de la dominación cultural, al de los apropiadores del saber, al racismo, a la xenofobia, al patriarcalismo; y a  ese entrelazamiento de todo ello  con las mafias, que advirtiera hace casi medio siglo Norberto BOBBIO en EL FUTURO DE LA DEMOCRACIA, y luego  Luigi FERRAJOLI en DERECHO Y RAZÓN.
La idea de que el Estado siga siendo la única amenaza para los derechos de las personas suena absurda, pero hasta no hace mucho tiempo aún prevalecía entre los especialistas en derechos humanos. Y es absurda, porque se trata de derechos que, según la propia definición de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas (ACNUDH), son universales, inalienables, interrelacionados, interdependientes e indivisibles, iguales y no discriminatorios, destinados a regir en todas las esferas de actividad: la estatal, la privada y la individual.
Es cierto que hay alguna perspectiva de desarrollo de estas nociones fundamentales que se advierten en el derecho del trabajo y de la seguridad social, de hecho pensados y actuados para limitar a los poderes privados junto con los estatales, o en el mismo nivel de compromiso y responsabilidad por su violación. Y acontece lo mismo con el derecho ambiental y el de defensa del consumidor: ni hablemos de la indisolubilidad de su articulación con el derecho supra constitucional y constitucional.
La ciudadanía laboral y social, eso que SUPIOT describe como ‘homo jurídicus’, es aquello que FERRAJOLI, en sus “DERECHOS Y GARANTÍAS”, pero también ARESE en la obra ya citada caracterizan como un DERECHO SOBRE EL DERECHO, con sus necesarios vínculos y límites a la producción jurídica. Pero también es, esencialmente, EL DERECHO AL DERECHO, al que se refiriera en un excelente trabajo Héctor BOLESO, de  quien lo he tomado para intentar estimular la configuración de una nueva disciplina, EL DERECHO DE INCLUSIÓN SOCIAL; habida cuenta de que las y los excluidos son extrañados o expatriados del derecho, salvo como sujetos de su rama penal, y no precisamente en su condición de víctimas. Porque que el clásico ejército de reserva de la burguesía ha devenido, por múltiples razones potenciadas por las experiencias neoliberales, en un gigantesco ejército de excedentes o de sobrantes.
Por eso me parece oportuno ir más allá del espacio propuesto por Arese, y ser más abarcativo en orden a la importancia extrema de comenzar por las nociones más amplias de esos derechos humanos.
Lo que quiero proponer, entonces, es que en un plan más racional de estudios de la carrera de abogacía, la materia liminal, el umbral de la misma, sea precisamente la que corresponde a ese derecho al derecho: EL DERECHO INTERNACIONAL Y NACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS.
Nada de cuanto después se enseñe y se aprenda ha de permanecer desprendido del dominio previo de las herramientas conceptuales que solamente puede proporcionar esa materia, y en cursos anuales,  pues le quedaría estrecho el ámbito de un cuatrimestre.
Ignoro si estoy arrojando la primera piedra, pero en todo caso me considero no libre de culpas en el largo ejercicio cumplido en la docencia universitaria. La intención no supera la de habilitar un canal de debate, si se considera adecuado y oportuno el ensayarlo.
No se me ocultan las dificultades, ni ignoro que las categorías de derechos humanos también son históricas, también dependen de estados de conciencia y de relaciones de poder: pero han adquirido un volumen conceptual enorme y casi universalmente legitimado, al menos en el plano del discurso social. Son algo más que los derechos fundamentales: son los fundamentos contemporáneos del derecho, que no puede seguir siendo pensado solamente como una expresión de la dominación social sin reflejar las luchas que se concretan permanentemente en la estructura de esa sociedad.
*El autor es profesor consulto de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, fue su profesor regular por concurso desde 1987, ejerció la conducción de cátedra en su Departamento de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, y discontinuó su actividad docente en esa casa de estudios treinta años más tarde, mediado el 2017.

 

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