#79
El derecho del trabajo en su laberinto pandémico
Por Mario Elffman
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Versión de la exposición de Mario Elffman en el FORO LATINOAMERICANO “PERSPECTIVAS JURÍDICAS Y SINDICALES PARA EL MUNDO DEL TRABAJO: A PROPÓSITO DE LA PANDEMIA” mediante conferencia virtual del día 1º de mayo de 2020, organizada por la ASOCIACIÓN LATINOAMERICANA DE ABOGADOS Y ABOGADAS LABORALISTAS (ALAL).
Creo que es adecuado a las circunstancias plantearnos este macro-tema en la fecha de recordación mundial del martirologio de Chicago y de homenaje a trabajadoras y trabajadores. A ellos va dedicada esta exposición, tan desprovista de precisiones, de invocación de fuentes y, fundamentalmente, de pronósticos certeros, pues no otra cosa permiten las circunstancias, su excepcionalidad y nuestras propias limitaciones derivadas del aislamiento en cuarentena.
Mi punto de partida es el descripto por los representantes de las organizaciones nucleadas en la ALAL en el primer foro virtual realizado con notable buen éxito el 24 de abril pasado, y que me parece de visión casi necesaria. Allí se analizaron agudamente las cuestiones que enmarcan el estado de las relaciones sociales de trabajo en los diversos países.
Solo me detendré en un aspecto genérico. Algunos de los estados de nuestro continente ha optado por enfrentar los riesgos de la pandemia del COVID-19 con una política sanitarista y, al menos en su exposición y reclamo, solidarista. En el otro extremo, hay gobiernos que asumen demencialmente la pérdida de millones de vidas como precio de una hipotética actividad económica sin restricciones.
Para el solidarismo de fuente estatal, es evidente que se carece en nuestro medio de recursos para dedicarle una porción suficiente y eficiente del PBI, como pueden hacerlo países centrales del sistema capitalista, comenzando por los EEUU, que no tienen límite alguno para su capacidad de endeudamiento y de fabricación de dólares para dedicarlos a ese fin. Que, en el fondo, es lo que diferencia sustancialmente la situación del conjunto de los países latinoamericanos y caribeños de la hipótesis de salidas intrasistémicas como el New Deal, el neokeynesianismo. Del Plan Marshall, por cierto, nos separan otras barreras políticas y geopolíticas.
Para realizar una priorización de una política sanitarista, cuya táctica con intachable sustento científico es la del ‘achatamiento’ de la curva de contagios y de privilegio de la defensa de la vida sobre el economicismo neoliberal y su criminalidad, es preciso acotar a límites extremos todos los componentes de las relaciones económicas, con una incidencia enorme y negativa en la producción, la comercialización, el transporte, los servicios: pero, esencialmente, en las relaciones sociales de trabajo, con eje en el empleo, tanto público como privado.
A las taras de un sistema capitalista en sus formas históricas quizás más degradadas, las del imperio del capital financiero internacional y globalizado en alianza o vínculo estrecho con las mafias y sus conductas, se añaden – y el argentino es un lamentable modelo internacional – la asfixia letal de la deuda y del napalm económico dejado, en su funesto experimento de fusión de poder real y formal, por el paleoliberalismo macrista. Sumemos al ‘combo’ el extractivismo minero y energético, el uso irracional de la tierra, la sojización, deforestación y envenenamiento cotidiano, y la destrucción permanente de los sistemas de soporte estatal, sanitarios, de educación, de vivienda, de tutela del medio ambiente, de generación de empleos. Solo entonces podremos cuantificar el daño a reparar desde una perspectiva solidarista.
Pero como el capitalismo pudo, y aún podrá, asumir diversas formas en sus etapas de desarrollo e involución, corresponde reconocer que en ninguna de ellas ha intentado ni llegará a ser solidarista. Dicho de otro modo, un capitalismo solidarista es un oxímoron. Ni el New Deal, ni el Keynesianismo, ni el Plan Marshall, ni menos aún la hipótesis no comprobada de un ‘Welfare State’, o del modelo bismarkiano en materia de seguridad social, le han quitado ni menguado el carácter específico de reproducción ampliada del capital sustentada en la plusvalía, y ésta en la explotación del trabajo humano: que nunca ha dejado de ser la única mercancía cuyo valor de uso es notablemente superior a su valor de cambio. El sustento ideológico (donde lo ideológico es equivalente a falsa representación de la realidad) ha sido, y aún sigue siendo criterio rector, el de la configuración de una centralidad social del trabajo dependiente, y su forma aparente la bien caracterizada por André Gorz como sociedad salarial.
Han mutado algunas características en orden a los métodos de perfeccionamiento del sistema de explotación, esos que parecían eternizarse en la organización científica taylorista, desarrollada por el fordismo, y que hoy resultan anacrónicas a partir de los primeros ensayos toyotistas, de descentralización productiva, de atomización del colectivo laboral: pero, esencialmente, de reducción del capital fijo y de la fuerza de trabajo humana, y de traslación de esa masa recuperada en disponibilidad para la actividad financiera y especulativa, en la que se hace dinero con el dinero, y éste se separa de su función en la producción de bienes y de servicios.
A ese capital financiero y a su sistema de referencia inmediato, que es el bancario; y al mediato, que es el sistema tributario regresivo, y al último, que es el saqueo patrimonial de los pueblos y países mediante la fuga de divisas y las prácticas mafiosas, no se le exige ni que sea solidarista ni que coopere con el Estado a su servicio para que éste cumpla con tal función.
EL otro solidarismo, el de soporte estatal y presupuestario, enfrenta un panorama no menos complicado. Y no solamente porque la hipotética reconstrucción de una malla o tejido de protección social requiere de plazos muchísimo más dilatados que la derrota política formal de un modelo neoliberal, sino porque se requerirían condiciones sumamente diversas de la afirmación dogmática de un combate ‘unidos’ al ‘enemigo invisible’ que nos autogenere una situación de ‘orgullo como pueblo’, para usar frases típicas del lenguaje gubernamental intrasistémico.
Es obvio, sin ingresar a meandros macroeconómicos ajenos a mis reales conocimientos, que ese posible porcentaje, por cierto muy inferior al aplicable por países centrales del sistema, no se detrae del PBI, sino que se financia por dos únicas vías posibles, descartado el inasible nuevo endeudamiento: la de la pura y simple emisión monetaria, o la modificación sustancial y urgente del régimen presupuestario, el fiscal, el tributario y el financiero y bancario. Y todo ello en un escenario en el que las mejores previsiones (por ejemplo, las de la CEPAL) consideran un piso fácilmente superable un 6% de reducción del PBI anual, con topes que bien pudieran alcanzar o superar el 15% según los países y las capacidades de producción y consumo dentro de sus fronteras.
Si está claro que la economía no va a volver a la normalidad, por mucho tiempo, y sin primaveras a la vista, seremos parte de ese mínimo previsto por CEPAL de once millones de nuevos desempleados en Latinoamérica y el Caribe, y con una pobreza por ingresos y por condiciones de vida que se incrementará en no menos de 30 millones de personas en ese dilatado lapso. La Universidad Católica Argentina, por ejemplo, ya cuantifica en un 45% del universo humano el estado de pobreza estructural para el país, dentro del cual crece invariablemente, el de indigencia.
¿Qué hacer con la porción que a cada país nos toca en ese panorama, en condiciones de agotamiento de la globalización mercantil, de congelamiento de fuentes regulares de obtención de divisas y de proteccionismos internos de las economías dominantes, en estados similarmente críticos?
Antes de interrogarnos acerca de qué condiciones harían posible esa transformación del sistema de base presupuestario conviene detenernos en un experimento muy fácil de hacer en el más desprovisto de nuestros laboratorios. Coloquemos en un tubo de ensayo una pequeña muestra de un proyecto de imposición ‘por única vez’ de un impuesto extraordinario a gigantescas fortunas . Comprobemos ahora la reacción que produce la mezcla, en ebullición espontánea, visceral, que amenaza quebrar no solo el tubo de ensayo sino al laboratorio íntegro. Dejemos, entonces, el experimento de laboratorio de tan alto riesgo, y hagamos la comprobación leyendo, mirando o escuchando a los medios de in/comunicación concentrados que reflejan y expanden su resistencia a tal investigación. Nos desinforman, por supuesto, que antes pasará un camello por el ojo de la aguja que una carga impositiva de tamaña afrenta a la riqueza o a una porción ínfima de la misma.
Alvaro García Linera, una figura del pensamiento de izquierda marxista de esencia latinoamericana, que repartió teoría y responsabilidad política en dosis no alcanzadas por otros intelectuales (incluyendo sus riesgos de conflictos entre estrategia y tácticas) publicó una muy atractiva nota (“Pánico global y horizonte aleatorio”, que tomo de su versión en NODAL.com del 21/04/2020); y en sus párrafos finales sostiene lo siguiente, en orden a las conclusiones prospectivas de su análisis:
“El mundo está atrapado en un vórtice de múltiples crisis ambientales, económicas, médicas y políticas que están licuando todas las previsiones sobre el porvenir; y lo peor es que ello viene con un inminente riesgo de que se impongan “soluciones” en las que las clases subalternas sean sometidas a mayores penurias que las que ya se tolera hoy. Pero la condición de subalternidad social o nacional tiene, en ese torbellino planetario, también un momento de suspensión excepcional de las adhesiones activas hacia las decisiones y caminos propuestos por las élites dominantes. El desasosiego planetario por la fragilidad de horizontes a los cuales aferrarse es también de las creencias dominantes, con lo que el sentido común se vuelve poroso, apetente de nuevas certidumbres. Y si ahí el pensamiento crítico ayuda a formular las preguntas del quiebre moral entre dominantes y dominados, ayuda a visibilizar las herramientas de autoconocimiento social, entonces es probable que, en medio de la contingencia del porvenir, se refuerce aquel curso sostenido en las actividades de la comunidad, la solidaridad y la igualdad, que es el único lugar donde los subalternos pueden emanciparse de su condición subalterna. Sólo así el horizonte que emerja, sea el que sea o tenga el nombre que quiera dársele, será propio; el que la sociedad es capaz de darse a sí misma y por el que vale la pena arriesgar todo lo que hasta hoy somos. “
Parece casi imposible separar esta conclusión del trabajo de García Linera sin formularnos dos cuestiones básicas. Una: ¿Las clases dominantes YA NO PUEDEN sostener y reproducir su sistema de explotación, y carecen de toda posibilidad de ampliarlo y llevarlo a un nuevo paroxismo? Dos: los de abajo ¿DECIDIDAMENTE QUIEREN, están dispuestos y disponen del arsenal reivindicativo, ideológico y político para modificarlo, “arriesgando todo lo que hasta hoy somos” (o no llegamos a ser)?
La primera de ambas preguntas implica analizar no solo la subsistencia del modo de producción genérico capitalista, sino determinar también si hay posibilidades adicionales de retorno y ampliación de políticas contrarias a los intereses de las mayorías. La segunda, verificar si hay una marcha, un devenir o una deriva en el mundo y en nuestro subcontinente que realmente avance hacia una síntesis superadora y liberadora. Por cierto, ninguna de esas preguntas permite respuestas dogmáticas ni simplistas, como en rigor no las tuvieron nunca.
Llegado a este punto, vayamos a la crisis y a sus consabidos efectos no menos críticos sobre el derecho del trabajo y de la seguridad social, y los condicionamientos para la praxis de la solidaridad, de la articulación y relación de fuerzas en la base social , y en esa bisagra entre las luchas sociales y de clase y la superestructura político-jurídica que se declara y en alguna medida se proyecta a través del derecho internacional de los derechos humanos y sus grandes capítulos.
La articulación y confrontación entre crisis y derechos de los trabajadores no tiene absolutamente nada de novedosa, puesto que en cada una de las crisis generales ordinarias y extraordinarias del sistema capitalista global y local se esgrimió su evidencia, sus manifestaciones y su pretexto para limitar, reducir, incumplir, desregular, flexibilizar, clandestinizar, precarizar y excluir sujetos comprendidos en las reales relaciones sociales de trabajo. Por algo ha sido, al menos hasta aquí, que el derecho del trabajo y de la seguridad social han nacido, se han alimentado y han convivido con la crisis. Una crisis que es permanente en el divorcio entre la producción social y la apropiación de la misma. O, dicho en palabras de Carlos Palomeque en 1984, las crisis económicas han sido un compañero de viaje histórico del derecho del trabajo .
En algunas de esas otras crisis previas, los muros de la ciudadela sitiada del constitucionalismo social resistieron, maltrechos, pero dificultando en mucho, -con la organización y la capacidad de combate de los sitiados-, que por ellos penetraran en masa los sitiadores, se apoderaran de la única propiedad de sus habitantes, se enriquecieran con el saqueo, violaran, mataran, hambrearan y explotaran como esclavos a sus vencidos.
Pero desde al menos la llamada crisis del petróleo de 1973, esas murallas han sido expuestas a bombardeos y destrucciones, con armas que proporcionó la Escuela de Chicago y consolidó el Consenso de Washington.
No sin que se sostuvieran las resistencias, como en 1974 la LCT argentina, o aún en 1988 la Constitución Brasileña, o luego la plurinacional boliviana, o progresos en áreas menores, pero que no han llegado a reconocer, y menos a garantizar, derechos fundamentales. Sin contar los productos de bloqueos imperiales, como en Cuba, en Venezuela, en Bolivia.
El derecho laboral sitiado arrastra un siglo de batallas, de derrotas y de logros, de luchas y conflictos permanentes, con un ánimo expansivo y abarcador. Es su esencia de progresividad la que lo mantuvo vivo, aunque de ningún modo indemne frente a sus sitiadores. Pero veamos en qué condiciones objetivas arriba a las muy inesperadas y angustiantes situaciones derivadas de la pandemia del COVID19.
En sus FUNDAMENTOS DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES, Luigi Ferrajoli nos proporciona un buen metro patrón:
“Si queremos que los sujetos más débiles, física, política, social o económicamente sean tutelados frente a las leyes de los más fuertes, es preciso sustraer su vida, su libertad y su supervivencia, tanto a la disponibilidad privada como a la de los poderes públicos, formulándose como derechos en forma rígida y universal.”
No quiero introducir aquí la cuestión de la negación que de esa universalidad ha hecho la propia OIT cuando se limitó a enunciar algunos derechos laborales, individuales y colectivos, como ‘derechos fundamentales’, restringiendo, tras su aparente ampliación de espectro, muchas subcategorías: como la que permite que hoy se discuta hasta el hastío, en ese organismo, si cabe en la libertad sindical el derecho de huelga.
¿Llegamos al COVID 19 con un sistema de derechos laborales del que se pudiera decir que pondera a la persona que trabaja, persona que posee dignidad, sentimientos, individualidad, intimidad, vida privada, pensamiento, ideología, religión, vida familiar, orientación política, necesidad de información y expresión, nacionalidad, idioma, sexo y orientación e identidad sexual elegida, vida comunitaria, como dice César Arese, en su obra sobre los derechos laborales fundamentales (y al que yo añado el derecho a la elección y ejecución de un proyecto de vida, para usar terminología propia de la CIDH?)
¿Se reflejaba esa concepción de derechos fundamentales previa a las limitaciones, cancelaciones, postergaciones y clausuras de emergencia, en los ámbitos del trabajo público y privado en el que interactúan con (y dentro, y encima) del poder político los poderes económicos, dominantes y expandidos como poder real, antisociales y elevados a la impudicia con el neoliberalismo y el despotismo financiero?
Por laborioso que haya sido ese combate social, y el jurídico que lo acompañó y acompaña, en defensa activa y militante de los derechos de la clase trabajadora, en Latinoamérica se ha replicado implacablemente la restricción y cancelación progresiva de esos derechos, tanto como de sus espacios objetivos y subjetivos de vigencia y aplicación. Para un universo que se exhibe en constante expansión, el derecho laboral y el de la seguridad social se hallan en contracción permanente: cada vez menos derechos, para cada vez menos titulares, cada vez con menores tutelas, cada vez con más excepciones y exclusiones, y cada vez con menos garantías de cumplimiento o ejecución forzada. Hablo de un derecho laboral que se angosta, se estrecha, pierde abarcabilidad y efectividad, y que ha ido dejando afuera del marco de su protección; y , en especial, de los excluidos sociales, esas multitudes a las que el propio sistema jurídico vigente no atiende sino desde el derecho penal.
Llegamos al Covid 19 con nuestra propia pandemia a cuestas. Para la del COVID 19 todavía no tenemos vacunas ni terapias salvadoras. Para la del derecho del trabajo tenemos una medicación que al menos nos muestra un horizonte: Los DDHH, que si acudimos a la convención de Viena de 1993, son bandera de universalidad, de indivisibilidad, de interdependencia y que deben ser tratados en forma global y en pie de igualdad. Sin pleno o semipleno empleo, cuando el ejército de reserva de la burguesía se transformó en un ejército de excedentes, cuando hay dos o tres generaciones, ya, que no conocen el empleo regular, ni la sindicalización, ni el derecho a la elaboración y concreción de un proyecto de vida, no nos podemos quedar aferrados a la repetición memoriosa de un derecho destinado a intentar compensar desigualdades en las relaciones de trabajo subordinado basado en un trípode de subordinaciones jurídicas, técnicas y económicas.
Cómo superar la segmentación entre el sector formal y el precarizado, y entre ambos y el liso y llano desempleo, en el que no hay valorización porque ni siquiera existe el hecho ‘trabajo’ como generador de valor de uso ni de ámbito de la fuerza potencial del trabajo.
Evidentemente, hay que elaborar nuevas vías de salida. Poner en cuestión los dogmas de la centralidad social del trabajo dependiente, y de una sociedad salarial en la que una alta proporción de los asalariados no alcanzan las condiciones mínimas y dignas para su propia supervivencia.
Repensar el trabajo humano, transitar el camino hacia distintas formas de inserción de la fuerza de trabajo en nuevos proyectos sociales, en nuevas prioridades que contemplen asignaciones básicas universales; y todo eso mediante inversiones copernicanas de los sistemas tributarios y fiscales, y en nuevos programas de igualación superadores. Sus sustentos teóricos, sus formas y sus métodos , su configuración como nuevas relaciones de poder de las mayorías, no serán el resultado natural de la repetición de ninguna consigna dogmática preestablecida.
Ya veremos en qué nuevas y poco previsibles condiciones de articulación de fuerzas y de continuidad y desarrollo de la conflictividad de clases, es posible salir de la destrucción para dialogar activamente sobre el trabajo del futuro.
Si de algo estoy convencido es de la inutilidad de planteos simplistas de vuelta al pasado, a la hipótesis de un estado de bienestar sobrevalorado y a su función ideológica encubridora en el capitalismo contemporáneo. El optimismo histórico, como siempre, queda depositado en la voluntad y en la unidad de acción de los pueblos. Pero que no nos sorprenda que el Ulises de un ejército que aparente estar en retirada disponga de un ingenio tan destructor como el caballo de Troya. Porque también eso puede suceder si no recogemos el mensaje homérico y le volvemos a abrir las puertas de la ciudad, que es lo que ya está sucediendo en buena parte de nuestros escenarios.
Gracias a todes, y quedo a disposición de la coordinación y de quienes puedan participar en su debate.
Imagen: Niño geopolítico observando el nacimiento del nuevo hombre, de Salvador Dalí.
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