noviembre 2018

Del ejército de reserva al universo de la exclusión social

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Abstract: Esta nota fue elaborada como un anexo a una ponencia sobre el significado y alcances de los derechos laborales como categorías de los derechos humanos fundamentales para el 40º CONAT y XV ELAT, congresos de la Asociación Brasileña de Abogados del Trabajo (ABRAT) y de la Asociación Latinoamericana de Abogados Laboralistas (ALAL), realizado en Santos, Brasil, del 10 al 12 de octubre de 2012.
Trata de un aspecto de los desarrollos del autor (en grado de tentativa) de justificar la necesidad de abordaje sistemático de una nueva rama de ese derecho internacional de los derechos humanos, individualizable como derecho de inclusión social.
El objeto específico de esta nota es el de examinar las diferencias entre el clásico ejército de reserva de la burguesía y la materialidad de un aún mucho más amplio ejército universal de exclusión social y jurídica, cuyas características son multicausales, pero tienen por telón de fondo las relativamente novedosas adecuaciones de métodos de apropiación de plusvalor en las actuales etapas del modo de producción y distribución capitalista.
En ellos, el desempleo estructural luce como un componente necesario e inevitable, y las víctimas sociales pasan a ser los que no pueden integrarse, los sobrantes, los descartados, o –en terminología de la propia OIT- los desechables: esto es, no ya los que están abajo ,en la periferia o sin poder, sino los que están necesariamente fuera de la sociedad y de los derechos que conciernen a sus componentes. E incluso, en oposición o conflicto con éstos.
El autor analiza que el máximo exponente del ensayo para la muerte social se introduce en los países dependientes, los sujetos pasivos del neocolonialismo, campos de experimentación de modelos extremos de un neoliberalismo de tierras y gentes arrasadas y democracias fallidas.

DEL EJÉRCITO DE RESERVA AL UNIVERSO DE LA EXCLUSIÓN SOCIAL
La más clásica y más perdurable de las explicaciones sobre el denominado ‘ejército de reserva’ y su función en la sociedad capitalista la ha dado Carlos Marx en ‘El Capital’, Libro I Cap.XXV: “durante los períodos de estancamiento y actividad reducida, el ejército industrial gravita sobre el activo. Así se frenan sus pretensiones durante el período próspero. La superpoblación relativa eje de la ley de la oferta y la demanda en el trabajo, solo permite unos estrechos límites de acción a la actividad dominadora del capital.”
Esos estrechos límites estaban marcados, según los panegiristas del capitalismo, por la necesidad de eliminar todo aquello que pudiera obstaculizar el ‘equilibrio’ entre esa oferta y demanda en el que se comenzó a denominar ‘mercado de trabajo’, porque se consideraba que no era fundamentalmente diverso de cualquier otro intercambio de mercancías. Y ese equilibrio se alteraba, independientemente de algunas posibles fluctuaciones coyunturales, por ejemplo, si un sindicato procuraba obtener un salario superior al de referencia, con lo que se ‘provocaba’ un desempleo derivado de fluctuaciones económicas que alteraban negativamente la tasa de ganancias.
Fue John M. Keynes el primero en ocuparse de atacar el desempleo involuntario, allá por 1929, sosteniendo que no puede concebirse como una ley natural la que impidiera a los hombres tener un empleo, o que emplearlos fuera imprudente, y que fuera sensato mantener en el paro forzoso a una décima parte de la fuerza de trabajo por un plazo indeterminado; y la desarrolló Beveradge, con su tesis optimista de posguerra, en 1944, acerca del objetivo realizable de un pleno empleo en una sociedad libre.
Es más aún: la célebre ‘Curva de Phillips’, parecía indicar que habría una relación inversa entre el crecimiento de los salarios y el nivel de desempleo; lo que era otra manera de decir que la tasa de desempleo es la determinante de los salarios; tesis con la que se apropian de toda explicación de esa curva Samuelson y Solow, pero para invertirla: para entonces (circa 1960) se retorna a la idea de Marx de que hay una relación estrecha, determinante, entre la tasa de desempleo y los salarios de los trabajadores empleados, así se la niegue. Una vez más, el ejército de reserva de la burguesía, como fuerza a disposición de la empresa capitalista para condicionar el ejercicio de reclamos y conflictos entre el capital y el trabajo.
Pero la forma de disimular la nitidez de ese panorama pasó a representarse por una ecuación en la que en lugar de hablar del incremento del salario real, se reemplazó a éste por el concepto de ‘inflación’, como si la inflación fuera generada por la presión salarial sobre la inamovilidad e inmunidad de la tasa de ganancia. La nueva curva de Phillips parecía sugerir, para entonces, que las curvas de desempleo y las de esa inflación generada por la necesaria readecuación de la plusvalía eran las que evolucionaban en sentido contrario.
Cuando se habla de la crisis de 1973/74, se la conecta casi anecdóticamente con uno de sus fenómenos, el energético o el petrolero específicamente, con una recesión globalizada, una estanflación en la que aumentan simultáneamente la inflación, la recesión y el desempleo, y una tendencia a la reducción de la cuota de ganancia.
Como por entonces todavía no se había producido ningún fenómeno que se pudiera caracterizar como cuarta revolución industrial, ni en el plano de las relaciones sociales de trabajo se habían reemplazado la ‘organización científica del trabajo’ taylorista y fordista por modelos sustitutivos como el toyotismo o el ‘kan-ban’, allí se genera el caldo de cultivo de las concepciones neoliberales, como ideología no solamente dominante sino con pretensión de verdad única. Para ella, el pleno empleo no es posible, pero mucho menos es deseable, porque por debajo de una tasa elevada de un desempleo involuntario y estructural forzoso, lo que se produce es un aumento de la inflación, cuyos efectos recesivos realimentan al desempleo. Pero se presenta como una receta virtuosa o necesaria para contener esa misma inflación: menos consumidores, menor mercado interno, menor demanda de productos, menor actividad económica, mayor recesión como vías de acceso únicas a una contención inflacionaria. Y, como mecanismo único e indiscutible para el nuevo equilibrio buscado, la política monetarista como núcleo de la regulación económica.
La vuelta de tuerca que acaba de consumir lo que pudiera considerarse un resto de racionalismo neoliberal es, precisamente, que se considere que no es la inflación lo que permite regular el paro, sino que son el desempleo y la exclusión del consumidor los que conformarían la receta para contener la inflación. Como, además, esa inflación (eufemismo por salarios, repito) se presenta como un punto de intersección entre ésta y la intocable cuota de ganancias de las empresas, lo que se oculta bajo alfombras monetaristas es que los salarios son determinados en última instancia por la voluntad de las empresas de sostener e incrementar su plusvalía.
En esa deriva del neoliberalismo a lo que yo denomino paleoliberalismo, (versión paleolítica del neoliberalismo) si se produjera una reducción del nivel de desempleo, el resultado de la incorporación al mercado como consumidores de más individuos y familias tendría como contrapartida indeseable algún cambio en la relación de fuerzas entre las empresas más concentradas y los asalariados: la tasa ideal de desempleo, para los paleoliberales, es aquella que no pone en riesgo la tasa de beneficio. Como dice el politólogo y economista francés Michel Husson, director del grupo ‘Empleo’ en el Institut de Recherches Économiques et Social en una nota que reprodujo en su edición del 31/7/2018 el órgano español Viento Sur, el desempleo y la consiguiente exclusión ya han dejado de aparecer como un fenómeno social sino que lucen como uno de los mecanismos de la gran mecánica económica unidireccional . Tal vez nunca se haya alcanzado un nivel semejante de deshumanización y degradación del tan poco humano capitalismo, en el que el único ámbito en el que se quiere operar es con la política monetaria: lo que no quiere significar que no puedan derivar en estragos aún mayores derivados de la ultraderechización de los procesos políticos que son, en buena medida, su consecuencia.
Para los gurúes del sistema, se puede tolerar un cierto incremento del trabajo a tiempo parcial, el precarizado y el ocultado bajo diversas formas de cuentapropismo con el resultado aparente de alguna mejora relativa en el cálculo del desempleo, y así ocurre en diversos países (Argentina y Brasil, una vez más, ejemplos del modelo para los países subdesarrollados y dependientes), pero porque son variantes que permiten reducir el volumen de los salarios, y mantener el nivel de plusvalía en condiciones de recesión y de limitaciones de los mercados, particularmente de los internos.
Se emplean fórmulas de ocultamiento, especialmente en el plano estadístico, tales como considerar que no se computan como desocupados en las estadísticas ni quienes declaran no haber buscado empleo en la última o dos últimas semanas, ni los que declaran trabajar esporádica o con escasísima ocupación semanal, ni quienes se manifiestan como cuentapropistas o autónomos así sean plena o semiplenamente dependientes económicamente.
Para el autor que acabo de citar, en resumen, resulta que:

  • El desempleo sería la vía de ajuste de una inflación de la que solo se considera el componente salarial.
  • La demanda global varía en sentido inverso a la tasa de interés real, por lo que
  • Cuando la inflación-salario sobrepasa el objetivo fijado, el Banco Central aumenta el tipo de interés y reduce o frena la demanda: esto es, reduce o frena el empleo.

Me permitiría añadir, desde el punto de vista de la legitimación discursiva de esa ecuación, que aquello que se invoca, y en lo que muchos expertos en economía del trabajo suelen caer o admitir sin pruebas concretas a mano, es que existe una cuarta revolución científico-técnica-robótica-informática, que determina inevitablemente la exclusión social por vía del desempleo. Y, por añadidura, que ese sector apartado de los beneficios de la pertenencia a la sociedad y a sus reglas jurídicas, ya no tiene lazo alguno con el ejército de reserva al que aludía Marx, porque la transformación del proceso del conocimiento es tan veloz y constante, que ninguno de los trabajadores en paro o desempleados por un tiempo que otrora se consideraba razonable para mantener sus niveles de capacitación, adaptabilidad y funcionalidad, puede estar hoy en condiciones de reemplazar o sustituir a quienes las poseen y las renuevan mediante el consumo cotidiano de su fuerza de trabajo, sostenido su valor de uso (no así su valor de cambio) mediante el constante aprendizaje y capacitación funcional.
Se comprueba el fenómeno, ese ejército es residual, para tareas de nula especialización o capacitación, algunos trabajos de baja calificación y precarios; y que aquellos que por tal vía acceden a disponer de alguna porción de lo que resta de inserción en la sociedad salarial, aparecen compitiendo por su supervivencia con quienes debieran ser sus compañeros de clase, e incluso con los sindicatos que debieran sostener, defender y reivindicar sus derechos a la inclusión plena.
Veamos, desde una visión resistente al paleoliberalismo, cómo es descripta esta fenomenología contemporánea en las visiones sobre futuro del trabajo desde la perspectiva del Vaticano, y singularmente desde la actualización de la doctrina social de la Iglesia Católica en el Papado actual (fuente: Giambroni,Martín y Orsetti, Álvaro, www.relats.org, agosto 2018, autores de los que me permito copiar algunos párrafos de su interesante trabajo de recopilación doctrinal):
“En el ámbito del trabajo se encuentran tensiones y contrastes. Se observa una negación sistemática del derecho a un trabajo digno, una justa retribución y por tanto a una distribución más equitativa de los bienes producidos por el trabajo (…) Asistimos a una división profunda entre trabajadores por sus ingresos, la masiva pérdida de puestos de trabajo y una creciente pauperización de aquellos que aún lo tienen (…) Los puestos de trabajo se reducen por el avance tecnológico y son reemplazados por máquinas, para reducir costos (…) Los menores empleos tienen también un impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del ‘capital social’, es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad, y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil (…) Avanza la precariedad laboral, generando trabajadores pobres y sin derechos, para quienes el trabajo ya no es garantía de integración social. El trabajo es negado como fuente de generación de valor social (…) El desempleo juvenil, la informalidad y la falta de derechos laborales no son inevitables, son resultado de una previa opción social, de un sistema económico que pone los beneficios económicos por encima del hombre (…) La amenaza de deslocalización de empresas y la ´flexibilización’ del trabajo produce un disciplinamiento de la clase trabajadora que es empujada al desempleo o al empleo precario para subsistir(…) De la Democracia de Bienestar estamos pasando a la Democracia de la Supervivencia (…) La mercantilización del trabajo lleva a la deshumanización sustitutiva en forma de automatización y robotización, a las posturas del ‘fin del trabajo’ y al determinismo tecnológico y ‘el nuevo paradigma neoliberal: ‘ ”
La mención del determinismo tecnológico, en esta visión contemporánea de la doctrina social de la iglesia católica, no es gratuita: se superpone parcialmente con otras versiones, que se limitan a dar cuenta de ella o a explicarla mediante una relación causal inevitable con la irrupción de la robótica y de la nanotecnología. Se trata, en todos los casos, de una ideología en el sentido de falsa representación de la realidad o de falsa conciencia. Eso, en tanto omite todo tipo de análisis acerca de la incorporación de un vasto espectro de nuevas tareas humanas para nuevas necesidades generadas por los mismos cambios; tanto como las respuestas más lógicas dentro del propio esquema de las relaciones sociales de trabajo derivadas de la reducción del tiempo de trabajo necesario; y, por ende, la limitación de las jornadas diarias, semanales y mensuales de trabajo del universo en estado de subordinación económica, de modo de compartir o repartir las horas de actividad con otros trabajadores.
Lo paradojal, y extremo, es que lejos de reconocer esa reducción del tiempo de trabajo necesario, los cada vez menos trabajadores en activo se desempeñan en cada vez mayores jornadas excedentes, y aún así para obtener salarios insuficientes para satisfacer sus necesidades vitales, con compromisos mayores para su indemnidad psicofísica, con reducción de sus tiempos de libertad, de disponibilidad, de descanso. Y esta nueva malformación del sistema se demuestra, incluso, en aquellas contrataciones que se documentan como si se tratara de desempeños a tiempo parcial, encubriendo jornadas completas y hasta excedentes de las permitidas legalmente.
Las utopías retrospectivas, como las de aquellos tiempos de un no menos ideológico ‘estado de bienestar’ colisionan con el iceberg del paleoliberalismo. De una parte, porque no hay botes suficientes para un salvataje neokeynesiano o al estilo de Beveradge; y de la otra, porque el hundimiento de esa inmensa nave que pretendía ser ajena a todo riesgo físico se precipita: y se precipita arrastrando a los sistemas de la seguridad social, a las propias empresas que no tienen pasajes de primera, y determinando que solamente se salven del siniestro quienes se han podido ubicar y sostener en el privilegio que les concede una distribución regresiva de los ingresos, una multiplicación de la apropiación de plusvalor social, y conductas de tierra arrasada respecto del patrimonio colectivo o nacional. En su núcleo, se potencian las ganancias y la concentración de las actividades bancarias y financieras, sostén y beneficiarias de las políticas monetaristas, enlazadas indisolublemente con el control oligopólico de otros sectores, como los agroexportadores o las empresas mineras.
Giambroni y Orsatti, en la obra citada en la que glosan la doctrina vaticana, reconocen que al fenómeno de la explotación y la opresión se adiciona una nueva dimensión ‘dura’ de la injusticia social: “los que no se pueden integrar, los excluidos, los ‘sobrantes’, los ‘descartados’” (o dicho con terminología propia del informe anual OIT 2018, los ‘desechables’).
Contemplan la exclusión como la afección en su misma raíz de la pertenencia a la sociedad en la que se vive, “pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera” (añado: de la sociedad, de la integración en ella, y de los derechos que conciernen a sus componentes).
No deja de parecerme una incongruencia el que, una vez dicho todo eso, y descripta la cultura del descarte, temeraria y amoral, generadora de sujetos sin horizonte ni salida, se siga sosteniendo con énfasis, desde esa doctrina eclesial, la centralidad social del trabajo: es decir al trabajo como único medio de inserción, y como soporte de una sociedad salarial estructurada sobre esas bases. No se trata solamente de que el 40% de los jóvenes de menos de 25 años no tengan trabajo ni posibilidades de acceder a él, sino que en las condiciones singulares de América Latina hay enormes segmentos de población en los que permanecen descartadas, ya, segundas y terceras generaciones de portadores de su fuerza de trabajo que no conocen qué es un trabajo digno, remunerado en condiciones de satisfacer sus necesidades vitales y las de su familia, con condiciones de estabilidad o de aseguramiento para la elaboración y concreción de un proyecto de vida, con goce de derechos y seguridad social. Eso, si alguna vez hubiese podido apreciar que la sociedad capitalista alcanzó a garantizar algunas de esas condiciones esenciales para justificar la ideología de la centralidad social del trabajo asalariado.
Allí donde el sudor de la frente no es la garantía de ‘ganar el pan’, esa sociedad salarial es tierra arrasada. El neoliberalismo, salvo en experimentos extremos como los de la década de los ‘90’ en la Argentina, probeta de ensayo universal que condujo a la crisis terminal en el 2001/2002, no había previsto los alcances que tiene su versión actual en esa conducta destructiva y despatrimonializante. Erik Hobsbawm diferenciaba esta extrema negación de lo social respecto de lo alcanzado por su paralelo en los países centrales del sistema, poniendo como ejemplo el de que ni Margaret Tatcher hubiera logrado desmontar totalmente los sistemas de tutela social de la salud pública o, incluso, de la educación: el gobierno de Menem en la Argentina, o el que le siguió hasta la catástrofe, eran la avanzada de ese proceso totalizador actual, regido directamente y sin intermediarios por el capital muy altamente concentrado y globalizado.
El verdadero extremo de apariencia terminal de ese modelo neoliberal-monetarista no se produce en los países centrales y en las economías dominantes del sistema, que hasta adoptan medidas proteccionistas para sus propios mercados internos, poco compatibles con el núcleo duro del neoliberalismo: el verdadero ensayo para la muerte social se introduce en los países dependientes, los eufemísticamente denominados como en vías de desarrollo, y ya sea por vías de degeneración de las líneas de defensa de la democracia o de la república, conforme a las variantes de acumulación de poder obtenidas por el paleoliberalismo en Brasil, con golpe de estado, o en Argentina con elecciones convencionales.
Y si no se logran cambios muy sustanciales en temas como los que conciernen más directamente a la distribución del ingreso y a la recuperación del mercado interno, mediante vuelcos en las políticas tributarias y de regulación del sistema financiero, todo proceso de recuperación de lo perdido o alienado será de una lentitud superior a la de los efectos del Napalm en las tierras de Vietnam, y desalentará expectativas de cambio de la sociedad sin que vayan precedidas y acompañadas con una alteración profunda del modo de producción y de distribución de la riqueza social.
La persistencia de los efectos del hundimiento trascienden y trascenderán el ámbito temporal en el que aparezcan sus ideas y sus recetas únicas e intolerantes de toda discusión como expresión de las políticas oficiales. Y, para muchos, pone en duda la viabilidad de reales transformaciones o recuperaciones en plazos cortos y medianos según modelos que puedan ser tomados como esperanza social desde el neokeynesianismo a la social democracia ‘aggiornada’, o a la no menos ‘aggiornada’ doctrina eclesial católica.
No obstante, algunos ejemplos de los primeros años de este Siglo XXI en Latinoamérica y sus agendas con más éxitos que frustraciones, incluyendo sus propias dificultades, abrieron y hasta pueden seguir abriendo algunos senderos francamente divergentes, así ellos no pusieran en el centro de sus políticas remedios perdurables y sustentables frente a las nuevas formas de dominación capitalista y colonial contemporáneas. La frustración de una parte vital de esos procesos adaptativos que se dan en caracterizar como populistas en varios de nuestros países, y la labilidad de otros frente a las agresiones externas e internas, impone un análisis de las perspectivas de deconstrucción y construcción de esa red del tejido social de mallas tan cerradas como que ni siquiera permitan el paso del aire por sus intersticios. O, si se prefiere menos eufemismo, cuáles han de ser las vías que se transiten para un cambio real en nuestras sociedades y en sus relaciones de poder: o cómo habrá de operar la experiencia vital en la determinación de la conciencia, como afirmaban Marx y Engels en La Ideología Alemana.
Es en el ‘entretanto’ a la concreción de mayores esperanzas, en el que pido sean leídas mis postulaciones y afirmaciones jurídicas relativas a un derecho de inclusión social como una nueva rama del propio derecho internacional de los derechos humanos, y mis modestas contribuciones a poner en escena la necesidad de esa incorporación y desarrollos en estudios, trabajos, ensayos y ponencias anteriores.
A quienes, desde la legitimidad incuestionable posición ideología y de su actividad para la transformación profunda de las relaciones de dominación, cuestionan el desarrollo de un derecho de inclusión en los espacios que permitan sus tensiones de fuerzas y su conflictividad, me he permitido recordarles, en algún grato debate, la simetría con la generación y evolución del derecho del trabajo; del de la seguridad social; luego el de protección del consumidor y el ambiental; así como los concernientes a la pluriculturalidad, a la igualdad de género, a la no discriminación, y a la contribución, desde el plano jurídico, de la superación del patriarcalismo. Y acontece que nada, o casi nada de todos esos reflejos de conciencia social sobre el derecho acaban concerniendo o abarcando a ese sujeto colectivo despojado que es el excluido social y jurídico, cuantitativa (y quizás cualitativamente) distinguible de ese sujeto genérico abarcado por la categoría de la clase obrera o trabajadora.
Mientras los sucedáneos o ‘ersatz’ de la supervivencia física y de contención de rebeliones no posean su ‘status’ de derechos, y mientras no se egrese de la concepción cerrada de la sociedad salarial para incorporar a las rentas básicas universales con su correspondiente e indispensable categorización jurídica, todo aquello que no encuadra en el sistema de la seguridad social (que sigue siendo inseparable del trabajo presente o de un sistema de previsión social que también lo tiene como dato indispensable), seguirá representando una dádiva asistencialista, de aquellas que se dan o se quitan, y que se pueden sustituir por la represión violenta o la eliminación malthusiana.- Mientras permanezcan en ese espacio de alienación, será acertada la observación de Gramsci de que la configuración ideológica permanecerá más conectada con la superestructura, y también con ella la propia conciencia de las obligaciones de los sujetos. (Cuadernos de la Cárcel, to.II, ed. ERA, pag.199).
Cito, en apoyo de mi postura, a Eugenio Raúl Zaffaroni, en una nota periodística en Página 12 de la época de su renuncia a la Corte Suprema de Justicia de la Argentina (octubre de 2014), que me ha sido recordada por el colega argentino Sebastián Serrano Alou: “(…) Los derechos humanos plasmados en tratados, convenciones y constituciones son un programa, un deber ser que debe llegar a ser, pero que no es o, al menos, no es del todo. Por tal razón, no faltan quienes minimicen su importancia, incurriendo en el error de desconocer su naturaleza. Estos instrumentos normativos no hacen –ni pueden hacer– más que señalar el objetivo que debe alcanzarse en el plano del ser. Su función es claramente heurística. Quien los desprecia cae en una trampa ideológica: la repetida frase de Marx acerca del derecho, cuando se la toma como una inevitable realidad, sólo deja a los excluidos el camino de la violencia, donde siempre pierden, aunque triunfen. Lo que es verdad es que el actual poder financiero –como todo el hegemónico en todos los tiempos– quiere reducir el derecho a una herramienta de dominación a su servicio. Sin embargo, estos instrumentos son un obstáculo, porque de ellos pueden valerse –y de hecho se valen– los pueblos y los propios disidentes de las clases incluidas para hacer del derecho un instrumento de los excluidos. La lucha en el campo jurídico actual se entabla entre el poder hegemónico, que quiere hacer realidad la frase de Marx e impedir cualquier redistribución de la renta, y quienes pretendemos usar al derecho como herramienta de redistribución de renta (…)”
La lucha por el derecho, esa idea tan polisémica de Von Ihering, demanda la aprehensión y comprensión de que el derecho no es un puro reflejo superestructural, sino que también puede llegar a interactuar y a operar, como un producto de las luchas, los conflictos y sus maduraciones en la base social. Eso es parte de lo que Federico Engels, en Anti Dühring, allá por 1878, reconocía como una relativa ausencia en la elaboración de Marx, y la suya propia: cierta ‘prudencia’ al tratar temas jurídicos, en particular en lo relativo a una teoría del derecho separada de la teoría del estado, deliberados descuidos, aunque sus estudios sobre el Estado, la economía y la Ideología suministren herramientas suficientes para su desarrollo ulterior desde el materialismo histórico.
Como decía un jusfilósofo argentino a quien siempre me es grato recordar, Abel García Barceló, en las relaciones jurídicas cabe observar una suerte de articulación o bisagra entre la superestructura jurídico-política y su base social. No se trata de endiosar ni enfatizar al derecho como motor de ninguna transformación política, económica ni social, pero sí de actuar con las herramientas que le son propias en ese proceso de cambios indispensables: pues no otra cosa hacemos cotidianamente los juristas para operar en la defensa y desarrollo conceptual de todas las categorías comprendidas -y por comprenderse- en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, y en sus traducciones nacionales.
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, septiembre de 2018.-

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