noviembre 2022

LOS FUNDAMENTOS DEL PODER DISCIPLINARIO DEL EMPLEADOR A LA LUZ DE LAS TEORÍAS INSTITUCIONALISTAS Y COMUNITARIAS

Maria Helena Vieira Da Silva, Le Four, 1952.

Dorothea Tanning

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INTRODUCCIÓN:

El ejercicio de un poder disciplinario por parte del empleador y de la empleadora nació como una realidad de hecho, al compás del crecimiento y desarrollo del fenómeno del trabajo dirigido, como uno de los rasgos propios del sistema capitalista de producción. Así como los métodos científicos de organización productiva se iban complejizando y desarrollando, los mismos necesitaban ser respaldados coercitivamente para que sean efectivamente cumplidos dentro de los grandes centros industriales. En ese contexto, ese poder de aplicar sanciones se sostenía exclusivamente en la relación de dominación que se encuentra el empleador y la empleadora frente a sus trabajadores y trabajadoras, consecuencia del control de los principales medios materiales de producción por parte de los primeros y de la posibilidad de privar a los segundos de medios de subsistencia.

La irrupción luego del derecho del trabajo implicó una toma de posición del Estado frente a ese poder disciplinario que existía de hecho. Entre ignorarlo, reconocerlo o prohibirlo, el derecho del trabajo tomó la postura de reconocer esa facultad del empleador y de la empleadora, pero regulando su ejercicio para reconocer garantías mínimas de protección del trabajador y de la trabajadora. De esta manera, el derecho del trabajo se colocó en la situación paradojal de tener que proteger al trabajador y a la trabajadora de lo que él mismo le reconocía al empleador y la empleadora, generando en su interior una suerte de péndulo permanente entre un orden público de protección y un orden público de subordinación, representado este último por un nuevo concepto denominado “dependencia jurídica”, del cual forma parte el poder disciplinario, y que será elevado como uno de los rasgos propios del denominado contrato de trabajo. El derecho del trabajo desistirá así de cualquier finalidad emancipatoria del trabajador y de la trabajadora para posicionarse, en el mejor de los casos, como un frente de resistencia contra lo que él mismo reconocía.

El inconveniente que surgió a partir de ese momento fue que las bases de las teorías contractualistas imperantes hasta ese momento, resultaban obsoletas para poder explicar y justificar jurídicamente ese poder de sancionar. El principio de la autonomía de la voluntad que predica una voluntad que se autodetermina y que por ello no puede estar sometida a otra, iba en línea contraria a la posibilidad de que una persona privada pueda infligir sanciones a otra persona por no haber cumplido sus directivas. Las bases del modelo contractualista no servían para construir un concepto tan extraño para el sistema de los contratos como es el concepto de dependencia jurídica. Estar obligado jurídicamente a la voluntad unilateral de otro, chocaba de lleno con las bases mismas del contrato, representadas por la voluntad autodeterminada, el libre consentimiento y la igualdad jurídica de las partes. Menos podían explicar que una persona privada tenga la potestad de sancionar a otra de la misma manera en que el Estado castiga la violación de sus propias leyes.

Las posturas contractualistas intentaron justificar el poder disciplinario y lo siguen haciendo, pero entraron también en escena otras teorías más dóciles a un modelo verticalista y totalitario de relaciones de producción como las capitalistas. Se tratan de las teorías de la institución y de la comunidad de trabajo vinculadas en sus inicios a los regímenes fascistas europeos. Porque si la cuestión se trata de proporcionar argumentos para un modelo totalitario y verticalista de relaciones de trabajo, nada mejor que teorías que consisten en justificar y explicar justamente eso. Nacidas en oposición a los postulados de la codificación napoleónica y al modelo contractualista, esas teorías son las que mejor se adaptaban al proceso de concentración y desarrollo del complejo entramado de relaciones jerárquicas que el sistema fordista de organización productiva contenía en su interior. Se tratan de teorías que explican y justifican las bondades de un modelo totalitario y jerárquico en la toma de decisiones en las cuales, el principio de la igualdad jurídica, quedaba al menos suspendido mientras dure la jornada de trabajo.

Las teorías de la institución y de la comunidad de trabajo como soporte teórico para justificar el poder disciplinario ingresaron en nuestro país, primero por medio de la doctrina y la jurisprudencia, para terminar inspirando a la propia Ley de Contrato de Trabajo, en un contexto de alta conflictividad gremial sobre el control de la toma de decisiones de los lugares de trabajo. Las Coordinadoras Interfabrilas eran la máxima expresión de esa disputa por parte de la clase trabajadora a mediados de la década del 70´. En ese contexto, nada mejor que una serie de teorías que hacen del poder de sancionar una facultad propia y exclusiva del empleador, para inspirar a una Ley de Contrato de Trabajo que reconocerá en tales términos esa facultad como parte de un novedoso concepto denominado “dependencia jurídica”.
En el presente trabajo, expondremos a los principales autores iniciadores de la teoría de la institución y la presencia de las teorías comunitarias en la legislación nacionalsocialista. Luego comentaremos a los primeros autores nacionales en adoptar esas teorías, su recepción jurisprudencial y finalmente cómo inspiraron al propio autor de la Ley de Contrato de Trabajo.

LA TEORÍA DE LA INSTITUCIÓN:

En este recorrido comenzaremos con la denominada “teoría de la institución”, que ha tenido una gran importancia para justificar teóricamente los poderes jerárquicos del empleador y de la empleadora y el poder disciplinario en particular, tanto en el plano internacional como así también entre los autores nacionales. Para ello trataremos a los representantes más importantes de esta teoría, para pasar luego a analizar su llegada al campo del derecho del trabajo como arsenal teórico para justificar el poder disciplinario empresarial.

Nace la teoría de la institución:

La teoría de la institución surgió en Francia a partir de los trabajos del constitucionalista Maurice Hauriou: “La Institución y Derecho Legislado” (1906) y “Principios de Derecho Público” (1910). Estos trabajos produjeron una destacada transformación en la concepción que se tenía hasta ese momento del derecho en general. Si bien la misma abarcaba al derecho en su conjunto, tuvo una particular incidencia dentro del derecho del trabajo, alterando las posturas tradicionales que se tenían sobre el contrato de trabajo y la regulación de las relaciones laborales.

En esas obras, Hauriou critica duramente al individualismo y al contractualismo extremo reinantes hasta ese momento en Francia, fruto de la Ilustración y de la codificación napoleónica. Según Hauriou, el individualismo extremo concibe a la sociedad como una simple pluralidad de individuos, en donde lo esencial es determinar los límites de las libertades de cada uno, las cuales son consideradas como derechos subjetivos. El orden social se explica perfectamente por la coordinación de las diversas libertades individuales bajo la autoridad de la ley. Es una concepción ésta que no puede concebir, según Hauriou, la existencia de reglas objetivas de derecho como es el caso de la costumbre como fuente normativa, ni tampoco la existencia de cuerpos intermedios entre el Estado y los individuos, como serían las diferentes instituciones públicas o privadas existentes en la sociedad.

Para Hauriou, el individualismo no puede reconstruir los enlaces que conforman todo el tejido social. De ser ciertos los postulados del individualismo extremo, cada individuo se acantonaría en sus libertades como una fortaleza, se preocuparía únicamente de su desenvolvimiento personal dentro de los límites que la libertad de los demás le establezcan y los que le impongan la ley. Esta concepción no tiene en cuenta que, además de las relaciones de cambio de tipo contractual, existen otras basadas en la ayuda mutua que fomentan la creación de grupos sociales permanentes, tales como las empresas mercantiles, las asociaciones profesionales, las fundaciones, la Iglesia, etc. Estos grupos sociales permanentes, son las denominadas “instituciones” y están basadas en elementos subjetivos cristalizados alrededor de una idea objetiva. Estas instituciones son cosas objetivas, realidades existentes en el medio social separables de las voluntades de los individuos que la componen.

Hauriou define a la institución como: “… una idea objetiva transformada en una obra social por un fundador, idea que recluta adhesiones en el medio social y sujeta así a su servicio voluntades subjetivas indefinidamente renovadas”[1]. De esta manera, los requisitos que deben darse para que estemos frente a una institución social son: 1) La existencia de una idea objetiva transformada en una obra social por un fundaros; 2) El reclutamiento de adhesiones en el medio social; 3) La sujeción de las voluntades subjetivas de los servidores de la idea; y por último, 4) Condiciones de duración de la institución como tal.

El requisito de la idea objetiva resulta esencial para la teoría de Hauriou. La misma es concebida por un fundador que rápidamente encuentra la simpatía entre otros miembros del medio social, convirtiéndose en una idea-fuerza que pronto ordenará las voluntades y las conductas de los miembros de la institución en procura de su realización. Porque para Hauriou, el poder tiene el don de crear sociedad por la confianza que inspira y por la obediencia que impone, pero necesita que las ideas sobre las cuales reposa ese poder sean aceptadas por el público de un modo duradero. El papel de la idea objetiva es tan importante para Hauriou, que el medio social no le resulta un factor determinante de las instituciones, sino sólo la idea objetiva y el poder del fundador. Por la atracción que la misma genera, la idea objetiva encuentra adhesiones individuales que pasarán a ser luego sus funcionarios, sus órganos y sus agentes, que le asegurarán un funcionamiento material y jurídico. Las voluntades de los funcionarios y agentes se subordinan y se ponen al servicio de la institución, para asegurar su funcionamiento. Éstos obran en nombre de la institución y la representan, dado que ninguna institución puede obrar sino por medio de sus representantes u órganos.

Para Hauriou, las voluntades que integran y conforman la institución no conforman una reciprocidad de consentimientos como es en los vínculos contractuales, sino que los consentimientos forman un haz en la acción común del grupo. Este haz de consentimientos se forman y se mantienen, según Hauriou, bajo la acción de tres factores: “1º, un factor intención de unión para realizar una obra; 2º, un factor poder, complejo que será el ascendiente de la idea de la obra que ha de realizarse… el poder de persuasión o de coacción de los directores o de los jefes de la empresa, cualesquiera que sean, y el poder económico del patrimonio afectado o de los recursos puestos en común; 3º, un factor procedimiento, que proporcionará el lazo jurídico de los consentimientos simultáneos o sucesivos de los que se adhieran”[2].

Se puede apreciar que, para Hauriou, la idea objetiva a la cual deben conformarse todos los integrantes de la institución, sirve tanto de causa de la creación de la misma, como así también de justificación de las particulares relaciones de poder que se forman en su interior. Todas estas relaciones no tienen como base jurídica la celebración de un contrato que une en forma aislada a cada uno de los miembros con el director o jefe de la Institución, sino que la base se encuentra en una “comunión de acción”, en un consentimiento común para la realización de una ida. No se tratan de vínculos jurídicos aislado e inconexos, sino en un todo interrelacionado de acciones y consentimientos nucleados por esa suerte de idea común a la cual hace referencia Hauriou.

La teoría institucional de Maurice Hauriou rápidamente encontrará adeptos tanto dentro como fuera de Francia, generando una verdadera transformación de las tradicionales posturas que se tenían sobre las relaciones dentro de las nuevas estructuras organizativas de producción que el capitalismo había regado por todo el mundo. El contrato con sus bases igualitarias y con su principio de la autonomía de la voluntad como única forma de obligar a los particulares en su relación con los demás, resultaba totalmente obsoleto para explicar las relaciones de dominación que se producían dentro de la gran empresa, en donde el empleador y la empleadora ejercían poderes de dirección, organización, reglamentación y disciplina, a los cuales los trabajadores y las trabajadoras debían conformarse sin importar sus voluntades particulares.

La teoría institucional de Santi Romano:

La teoría institucionalista iniciada por Hauriou en Francia, encontró un temprano continuador en la figura del administrativista italiano Santi Romano, cuya primera obra enrolada en esa tesitura: “El Ordenamiento Jurídico”, fue publicada en el año 1918. Santi Romano llegará a ser nombrado Presidente del Consejo de Estado durante el régimen fascista en Italia, siendo un autor clave a la hora de estudiar la influencia de las doctrinas francesas en ese país.
Santi Romano define a la institución como ente o cuerpo social[3], e identifica la definición de ordenamiento jurídico con el de institución al punto de plantear que existen tantos ordenamientos jurídicos como instituciones hay en una sociedad[4]. Señala este autor que: “…siempre que se da un organismo social de cierta complejidad, aunque sea pequeña, se instaura en su interior una disciplina que contiene todo un ordenamiento de autoridad, de poderes, de normas y de sanciones… por tanto, un poder de supremacía y una correlativa subordinación”[5]. Romano tiene una clara concepción jurídica pluralista en donde el individuo queda absorbido en la comunidad y en las distintas instituciones sociales, como la familia o la corporación, en las que desenvuelve su vida entera[6].

Para Romano el derecho es “organización” y no norma jurídica, considerando la organización como forma interna, como estructura de la institución, sosteniendo la equivalencia de los conceptos de institución y ordenamiento jurídico, con lo cual obtiene así una perfecta identidad entre sociedad y derecho. Todo lo que es socialmente organizado adquiere carácter institucional y, por lo tanto, jurídico. Toda institución es jurídica por el sólo hecho de nacer debido a que en ella se produce una estructuración interna a la que se someten sus miembros, rigiéndose de esta manera por un principio de autoridad. La institución es una unidad firme y permanente puesto que no pierde su identidad por el cambio de sus elementos singulares[7].

Resulta también fundamental la concepción organicista que expresa Romano en su teoría. Según su planteo, para que estemos ante un órgano, el mismo debe formar parte integrante de la estructura del ente y la actividad por él desplegada como órgano sea considerada por el derecho como propia del ente mismo[8]. Siendo que para Romano las instituciones pueden tener o no personería jurídica sin con ello perder su relevancia jurídica, en todos los casos, los órganos de la institución expresan y son la actuación de la institución misma, no existiendo diferenciación entre uno y el otro como sí sucede para el caso de la representación. En los poderes y derechos corporativos, su ejercicio no se imputa a los sujetos que la componen, es decir, a la pluralidad de personas, sino al ente global que se organiza a ese fin. En esta cuestión, Romano destaca que, en el Código Civil Italiano de 1942, se puede apreciar la existencia de entes dotados de órganos pero sin personalidad, extremo que no se daba en el anterior Código de 1865. Se observa en dicha legislación que la unidad de esos entes no está dada por su personalidad jurídica sino que resulta de su organización[9]. Se aprecia que para Romano el hecho de que la empresa no tenga reconocida la personalidad jurídica por el nuevo Código, no le quita su carácter institucional por el reconocimiento que se tiene de su estructura organizativa interna, plegada de poderes de dirección en oposición al concepto de derecho subjetivo propio de las relaciones obligacionales de tipo contractuales.

En este último punto, Santi Romano se muestra como un anti-contractualista a la hora de calificar jurídicamente las relaciones que se dan dentro de la institución y en la empresa en particular. Romano entiende que el derecho estatal toma a las relaciones laborales como relaciones contractuales, y agrega: “…que a pesar de los esfuerzos de la más depurada dialéctica, la jurisprudencia y la doctrina no consiguen reducirlas a tal configuración, si no es sacrificando algunos elementos de tales relaciones o deformándolas al menos”[10]. Santi Romano entiende que las reglas existentes dentro de la empresa no constituyen reglas “intra partes” sino “supra partes”, por eso considera que: “…de ahí la insuficiencia de la categoría “contrato” para expresar la organización de las uniones esencialmente autoritarias”; y agrega que: “…no parece tampoco que se trate de un ordenamiento jurídico que pueda encuadrarse todo él en la autonomía concedida a los particulares por el derecho estatal (art. 1.123 Cód. civ.)”[11].

La concepción jurídica pluralista de Romano no es extrema dado que continúa defendiendo la preponderancia del Estado por sobre el resto de las instituciones, calificando al mismo como “institución de las instituciones”, por lo que su pluralismo de ordenamientos jurídicos resulta moderado en ese aspecto. Su concepción política de tinte corporativista, lo lleva a plantear una reforma del Estado dirigida a realizar la adhesión de todas las fuerzas sociales a los valores racionales del capitalismo post-individualista, bajo una estructura corporativista cuyo Estado ético-sindicalista, logre alcanzar la integración de las masas populares en dicho sistema organizado.
Los trabajados de Maurice Hauriou y de Santi Romano sirvieron de fundamento teórico para la construcción de las primeras teorías que justificaban el poder disciplinario del empleador por fuera del modelo contractualista, entre ellos, a autores de nuestro país según tendremos oportunidad de analizar.

LA LEGISLACIÓN LABORAL NACIONALSOCIALISTA:

La teoría del führer de empresa es otra fuente de justificación del poder disciplinario del empleador y de la empleadora que tuvo, con sus inevitables adaptaciones, una preponderancia destacada en nuestro medio, en muchos casos confundida o entrelazada con la teoría de la institución.

Los principios sobre los cuales se asentó la legislación laboral nacionalsocialista tomaron como punto de partida las teorías comunitarias de Otto Von Gierke en la segunda mitad del siglo XIX, en el contexto de la codificación encarada por el II Reich y de los intentos de oponer a los rasgos romanistas y contractualistas de la legislación hasta ese momento vigentes, lo que Gierke consideraba los verdaderos rasgos de la legislación germánica.

Para Gierke, los orígenes del contrato de locación de servicios del derecho romano se encuentran en el contrato de locación de cosas, mientras que en el derecho germánico la expresión jurídica del trabajo por cuenta ajena es el derecho de personas. Su origen, en este último caso, se puede rastrear en el contrato de servicio fiel que se opone, según Gierke, a la concepción románica que entiende a la relación laboral como un simple intercambio de trabajo por remuneración[12]. El contrato de servicio fiel se daba entre el caudillo y su séquito que no surgía de un acuerdo o pacto entre Führer (conductor) y los Gefolgschaft (conducidos), sino de un juramento del germano a los dioses[13]. El señor tiene el poder de ordenar y castigar, como así también la consecuente obligación de proteger y representar. Bajo la figura del contrato de servicios, la relación de trabajo se presenta como un vínculo jurídico personal no limitado al mero intercambio de trabajo por salario, sino caracterizado por el deber recíproco de fidelidad en el que se contrapone, al amplio poder de mando del empresario, el deber de protección de sus trabajadores[14]. El derecho del trabajo como derecho social por excelencia debe basarse, según Gierke, en la concepción germánica de contrato de servicios, resaltando su función organizativo-profesional, como el derecho comunitario profesional nacido de las corporaciones.

Si bien el Código Civil alemán de 1896 no reflejará las ideas de Gierke sobre lo que él consideraba como el verdadero derecho germánico, su teoría comunitaria y su concepción sobre el vínculo de trabajo dentro de la empresa influirá decididamente sobre muchos de los aspectos que tendrá el derecho del trabajo durante el régimen nacionalsocialista. Será un discípulo de Gierke, Heinz Potthoff, el que planteará el destronamiento del contrato de trabajo como fuente constitutiva y normativa de la relación de trabajo, siendo por el contrario la efectiva ocupación del trabajador y su incorporación en la empresa la base fundamental del derecho del trabajo[15]. Estas concepciones darán lugar a las tesis relacionistas de amplia recepción en el derecho laboral del nacionalsocialismo, especialmente en la obra de Wolfgang Siebert, para quién la Arbeitsverhältnis (relación de trabajo) se encuentra en su nacimiento totalmente desligada de la voluntad de las partes, siendo su fundamento la sola incorporación del trabajador a la comunidad de producción como situación de hecho[16].

Las relaciones laborales durante el régimen nacionalsocialista estaban reguladas, principalmente, por la “Ley sobre la Ordenación del Trabajo Nacional” (Gesetz zur Ordnung der Nationalen Arbeit), la que entró en vigencia a partir del 1º de mayo de 1934. Esta ley se la conoció como la “Carta del Trabajo Alemán” en comparación con su equivalente italiano.

El art. 1º de la Carta del Trabajo Alemán establecía que: “En la empresa trabajan en común el empresario como jefe del taller, los empleados y los obreros como personal en el fin de realizar los propósitos de la empresa y por el bien común del pueblo y del Estado”. Asimismo, el art. 2º establecía que: “El jefe de empresa decide frente a la colectividad obrera, todos los asuntos que interesan a la explotación, dentro de las medidas acordadas por la ley, y a la vez cuida de su personal, quien la debe fidelidad, fundada en la comunidad del establecimiento, y las relaciones de orden económico que surgen de la obligación de pagar un jornal, se subordinan a las de orden moral y paternal”.

De estas disposiciones se desprende la particular concepción de la empresa como comunidad de trabajo, caracterizada por fuertes vínculos de tipo personales entre el empresario, considerado como führer (jefe, líder o conductor) de la empresa, y sus subordinados o seguidores, donde estos últimos le deben a aquél fidelidad a cambio de su protección paternal, todo por el bien común de la empresa y de la Nación. También de esas disposiciones se concibe la distinción entre relación de trabajo como vínculo comunitario de tipo personal y el contrato de trabajo concebido como relación económica u obligacional subordinado al primero.

Refiriéndose a la Carta del Trabajo Alemán, un autor que compartía las nuevas tendencias surgidas en ese país, señalaba en ese momento: “Esta ley intenta sustituir la distinción entre patrono y obrero, que bajo el influjo marxista de la idea de la lucha de clases adoptó formas cada vez más intolerables, por una colaboración armónica de todos los participantes en el trabajo en bien de la comunidad. El eje de la nueva organización es la explotación (Betrieb), dirigida por el empresario en concepto de jefe (Führer), con el que los dependientes y trabajadores de la explotación, en concepto de seguidores (Gefolgschaft), están en una relación jurídica de fidelidad (arbeitsrechtliches Treuerverhältnis)”[17].

Desde otra perspectiva, Despontin afirmaba: “La Carta del Trabajo Alemán parte de la base de la subordinación del obrero hacia el führer y de ambos –en la empresa-, que es un todo, para el Estado. El patrono no tiene en realidad este carácter, sino el de conductor y representante legal de la colectividad y sus facultades son más amplias que el del dador de trabajo en un típico estado capitalista… el nacismo hace de la empresa –microcosmo-, el nudo o centro de gravedad de su nueva economía y de su política de expansión… El Estado nacional socialista no tolera ni permite, huelgas, lock out o boicot como expresión de resistencia obrera o industrial, particular o colectiva, y sostiene como esencial de su régimen, la desaparición de las luchas de clases y haciendo del núcleo empresa, una comunidad de trabajo bajo los principios de la mutua colaboración, confianza y obediencia, sometidos al concepto del honor social”[18].

La nueva regulación dictada por el nacionalsocialismo le permitió a la jurisprudencia alemana de la época barrer con las anteriores doctrinas contrarias a la nueva realidad, como es el caso de la “teoría de las esferas” elaborada en ese país durante la década del 20´, en sintonía con la entonces vigente ley del 4 de marzo de 1920 sobre Consejos de Empresa, dictada durante la República de Weimar. La teoría de las esferas (esfera patronal y obrera) reconocía la existencia dentro de la empresa de dos clases sociales con intereses diferentes. Resulta sumamente ilustrativa la sentencia del 26 de noviembre de 1940 dictada por el Tribunal Supremo de Trabajo de Alemania, en donde abandona la referida teoría de las esferas por la nueva concepción comunitaria que desconoce la existencia de grupos opuestos dentro de la colectividad de trabajo. En alusión a la teoría de las esferas, dicha sentencia señalaba que: “Esta opinión, basada en la supuesta diversidad de intereses entre patrono y trabajadores, ya es incompatible con el concepto de la relación de trabajo como comunidad entre el empresario y los miembros de la empresa (Gefolgschaftsmitglieder), comunidad mantenida por lazos de fidelidad y previsión, que no admite ninguna separación de índole social entre los que participan en ella”[19].

Esa misma sentencia del Tribunal Supremo de Trabajo de Alemania, al revisar la decisión tomada en la anterior instancia por el Tribunal de Apelaciones, señalaba que: “Resulta ser jurídicamente un error del Tribunal de Apelaciones el remitir a las disposiciones del cód. civil (323 y 324 Bürgerliches Gesetzbuch –BGB.- cód. civil alemán). Desconoce que, según el concepto actual de la relación de trabajo como relación de comunidad de carácter predominantemente personal no pueden aplicarse las disposiciones del cód. civil (323 y sigts.) sobre el contrato sinalagmático, las cuales deben, en consecuencia, quedar fuera de consideración para juzgar el presente litigio que tiene su fundamento en un contrato sobre prestación de servicios dependientes, es decir, en una relación de trabajo”[20].

Ernesto Krotoschin, al comentar este fallo, afirmaba: “No cabe duda de que la relación de trabajo, tal como la prevé la ley alemana, es en primer término una relación de comunidad de carácter personal bajo los principios de la mutua colaboración, confianza y obediencia, sometida al mismo tiempo a ciertos deberes para con el núcleo empresa y el bien común. Pero, por otro lado, no se puede desconocer que esta modalidad particular abarca solamente un lado de la relación entre Führer y Gefolgsmann, desatendiendo por completo el aspecto pecuniario. De no ser así, la comunidad de la cual hablan los arts. 1º y 2º ArbOG., debería ser también una comunidad pecuniaria, lo que ciertamente no es. La separación entre estos dos aspectos de la relación de trabajo la hace la misma ley, al someter a la llamada jurisdicción del honor social (Ehrengerichtsbarkeit) todas las faltas en que pueden incurrir los trabajadores con respecto al lado personal o político-social de aquella relación, mientras que para las disputas de carácter pecuniario siguen siendo competentes los tribunales de trabajo, establecidos expresamente para decidir en asuntos de derecho civil vinculados con la relación de trabajo”[21].

Se puede observar el diferente ámbito de aplicación que tienen la relación de trabajo como relación comunitaria de tipo personal y el contrato de trabajo como relación económica de cambio sometido a las reglas de los contratos sinalagmáticos. En este punto, Wolfgang Siebert señalaba: “La distinción entre contrato y comunidad aparece, por tanto, muy semejante a la distinción entre contract y status. Con arreglo a la nueva concepción alemana del Derecho, una relación de comunidad, en el sentido de una tal relación de status, se caracteriza por su naturaleza jurídico-personal; se coaligan directamente los sujetos, sin que exista objeto de derecho alguno… la especialidad de la relación de comunidad frente al contrato se manifiesta prácticamente, del modo más visible, en el hecho de que numerosos preceptos jurídicos de la teoría general de la contratación no son aplicables a la relación de comunidad”[22]. Agrega luego Siebert: “…esta tendencia de la nueva teoría alemana del contrato conduce a la idea jurídico-sociológica general de que la convivencia humana se asienta, en muchos sectores de la vida, no sobre contratos, sino sobre organismos y comunidades supra-individuales, en cuyo ámbito no corresponde al contrato significación constitutiva alguna, y sí únicamente una función estructuradora y complementaria… Mediante esta distinción, entre contrato y comunidad, se logra, al mismo tiempo, una delimitación del campo propio del contrato, que para nosotros constituye un retorno necesario a la función natural del contrato de Derecho privado (de Derecho común). El contrato de Derecho civil está clarísimamente construido, por lo que respecta a su función, como un contrato relativo al cambio de prestaciones de carácter económico, en el marco de la economía general, con los negocios accesorios y auxiliares pertenecientes a ella, especialmente los negocios dinerarios y de crédito”[23].

La construcción de la noción de relación de trabajo como vínculo comunitario de tipo personal y subordinado, le permitió a la legislación y doctrina nacionalsocialista justificar un tipo de relación que el tradicional paradigma contractual, asentada sobre la base de la igualdad formal de las partes y la autonomía de la voluntad como única fuente generadora de obligaciones entre particulares, no podía explicar. Con ello, las reglas del contrato quedaban reducidas al aspecto meramente de intercambio de trabajo por salario (valor de cambio), quedando el aspecto organizativo del trabajo (valor de uso del trabajo) fuera de las reglas del contrato y sometido a las decisiones del empleador como jefe de la empresa, con las restricciones impuestas por la ley y el bien común de la empresa. De esta manera, la normativa laboral pasaba a concederle al empleador y a la empleadora facultades de organización al cual el trabajador y la trabajadora estaban sujetos, quitándole toda relevancia a la voluntad del trabajador y de la trabajadora en la ejecución de ese particular vínculo de trabajo. Es claro que esta concepción verticalista y unilateral en materia de organización del trabajo, estaba destinada a eliminar cualquier indicio de cogestión o de participación de los trabajadores y las trabajadoras en la definición de las condiciones laborales y que había sido el pilar de la legislación laboral alemana pre-hitleriana[24].

LAS TEORÍAS INSTITUCIONALISTAS Y COMUNITARIAS SE EXPANDEN PARA JUSTIFICAR EL PODER DISCIPLINARIO:

La obra de Alfredo Legal y Juan Brethe de la Gressage:

Las teorías institucionalistas y comunitarias del nacionalsocialismo rápidamente comenzaron a extenderse en las doctrinas de muchos lugares del mundo, como justificación teórica para el reconocimiento jurídico del poder disciplinario del empleador. Para que eso haya sucedido, resultaron importantes los primeros trabajos publicados en Francia por autores de gran relevancia y trascendencia internacional, que utilizaron esas teorías para explicar la necesidad de un poder jurídico disciplinador.

El primero de esos trabajos se produjo antes de la ocupación alemana, la cual contenía una particular teoría sobre el poder disciplinario en la empresa que se componía de elementos institucionalistas de la teoría de Hauriou y de componentes germánicos de la legislación nacionalsocialista. Esta teoría es la de dos autores franceses, Alfredo Legal y Juan Brethe de la Gressage, cuya obra: “El Poder Disciplinario en las Instituciones Privadas” (1938), tuvo una amplia difusión en numerosos países por lo novedoso de sus fundamentos y por las proyecciones que el mismo contenía. Hasta ese momento, la teoría más difundida en Francia para justificar el poder disciplinario del empleador, era la elaborada por Paul Pic en su “Tratado Elemental de Legislación Industrial” (1933), basada totalmente sobre el modelo del contrato[25]. La obra de Legal y Brethe de la Gressage se componía, en cambio, de elementos anticontractualistas extraídos de la teoría institucionalista de Maurice Hauriou y de la teoría del jefe de empresa, que se adaptaba mejor a las exigencias de la gran industria fordista.

Para Legal y Brethe de la Gressage la concepción contractual ha sido durante largo tiempo la doctrina más extendida. La misma responde a la concepción individualista del derecho nacida de la época revolucionaria: no hay otra autoridad que el Estado y entre éste y los individuos no hay cuerpos intermedios que posean una parte de soberanía. Por lo tanto, las relaciones de la asociación con sus miembros se reducen a relaciones de individuo a individuo iguales entre ellos, sin otra subordinación de la resultante del libre consentimiento de cada uno de los interesados. Los grupos privados no pueden tener poder disciplinario en el sentido de autoridad, de superioridad del grupo sobre sus miembros. La disciplina se reduce, según esta concepción, a obligaciones voluntariamente contraídas[26].

Según Legal y Brethe de la Gressage, la teoría contractualista no puede explicar gran parte del ejercicio que tiene en los hechos el poder disciplinario. Es evidente que la expulsión como sanción disciplinaria puede concordar con la resolución del contrato, pero las restantes sanciones no encuentran adecuada explicación dentro de la teoría contractual. La multa como sanción, por ejemplo, no se ajusta a la figura de la cláusula penal del derecho civil dado que esta última tiene como finalidad reparar los daños y perjuicios sufridos por la otra parte, pero las multas como sanción disciplinaria tienen como finalidad prevenir o castigar la comisión de hechos que por su naturaleza pueden introducir el desorden en el establecimiento. Las multas aplicadas en esos casos no tienen como finalidad resarcir un perjuicio patrimonial al empleador. Inconveniente mayor se produce en los casos de las advertencias, las reprimendas o las suspensiones como sanciones en dónde la doctrina del contrato no haya su lugar adecuado[27].

Es por ello que, para los autores que comentamos, el poder disciplinario no se ajusta al derecho contractual sino al derecho penal. Ese poder esta dado para alcanzar el objetivo de la colectividad y que exige sacrificios por parte de los individuos. La conducta castigada resulta perjudicial al bien común del grupo y es por ello necesario una autoridad, un jefe que la dirija y tenga el poder de juzgar la conducta de los miembros y les infrinja la sanción adecuada a fin de restablecer el orden y de prevenir el retorno de los actos contrarios a la finalidad social. No hay igualdad entre el grupo y los individuos que lo componen al modo de la doctrina contractualista, el interés común es superior a los intereses particulares[28].

De forma, semejante a la postura adoptada en ese entonces por la doctrina y jurisprudencia alemana, Legal y Brethe de la Gressage consideran que el lugar del contrato es el dominio de las prestaciones recíprocas de las partes: el trabajo debido por el obrero y el salario prometido por el patrón, entendidos como objetos de obligaciones correlativas nacidas de un contrato sinalagmático como lo es el alquiler de servicios. Desde este punto de vista, las partes están teóricamente en un pie de igualdad pues cada una tiene el derecho de salvaguardar sus intereses respectivos. Pero las relaciones entre el jefe de empresa y su personal, no se limita a esos lazos de obligaciones, sino que hay otras que son precisamente las relaciones disciplinarias en dónde es necesario que una regla de conducta sea impuesta a los asalariados, bajo la amenaza de sanciones por el bien general de la empresa. Esta autoridad dentro de la empresa está concentrada en manos del patrón, sin participación de los asalariados porque en el régimen económico moderno sólo el empresario tiene la propiedad de los capitales y de los beneficios obtenidos, siendo la autoridad exclusiva la contraparte necesaria de las responsabilidades y de los riesgos que él asume[29].

Para Legal y Brethe de la Gressage, la subordinación del obrero es el resultado de la autoridad patronal y es esencialmente diferente a las relaciones pecuniarias que constituyen el objeto del contrato. El poder disciplinario es definido por esos autores como: “Un poder jurídico que tiene por objeto imponer a los miembros del grupo, con sanciones determinadas, una regla de conducta que los obliga a obrar conforme al fin de interés colectivo que es la razón de ser de ese grupo”[30]. El derecho disciplinario sería para los autores ajena al derecho de los contratos y sería en cambio una rama común al derecho penal y al derecho privado.

Llegado a este punto, los autores recurren a la teoría de la institución de Maurice Hauriou para fundamentar el poder disciplinario en las empresas privadas y anteponerla a las teorías contractualistas hasta ese momento imperantes. Los autores definen así a la institución como: “un grupo de personas reunidas en torno a una idea, a fin de realizarla gracias a una organización permanente”[31]. De esta definición extraen los dos elementos que componen cualquier institución. Por un lado, se encuentra la idea común que es la que anuda el lazo social, la cual no debe ser sólo comprendida sino también amada por los adherentes para que se sacrifiquen por ella. La idea es el alma del cuerpo social que inspira y dirige la conducta de sus miembros, la misma puede ser material, moral, egoísta o altruista, pero sus miembros siempre están interesados en la realización de la idea. El segundo elemento de toda institución es la organización permanente, siendo un ser organizado aquél que dispone de un conjunto de medios para alcanzar un fin. Sin la organización, el colectivo de individuos sería incapaz de realizar la idea común[32].

La autoridad y superioridad de los órganos de la institución sobre los miembros, según los autores, tiende a la preponderancia de la idea del interés colectivo sobre los intereses particulares y las voluntades de cada uno. Todo debe estar subordinado a la realización de la idea a condición de que la misma sea legítima y no se afecten derechos irreductibles de sus miembros. La autoridad es inherente a la institución y es el arma que la sostiene. Es un principio de Derecho Natural que está dado por la naturaleza de las cosas, porque la experiencia enseña que no hay institución sin autoridad[33]. De todo ello, concluyen los autores, que es algo muy distinto el poder organizado en una institución y los derechos que pertenecen a una persona (derechos individuales o subjetivos), porque el poder de los administradores no es consecuencia de un derecho propio sino que es consecuencia de su misión al servicio del interés colectivo. Se trata de un derecho-función y no de un derecho-interés[34].

La consecuencia inevitable de toda esta elaboración doctrinaria es, según Legal y Brethe de la Gressage, que en la empresa económica no puede haber igualdad entre jefe y los asalariados porque éstos, no teniendo parte en la propiedad de la empresa, no corren los riesgos de pérdida. Plantean los autores la posibilidad de que los obreros a través de delegados puedan participar en la gestión de la empresa haciéndola así más democrática, pero entienden que aún en ese caso el poder de dirección le corresponde naturalmente al patrón y no podrá serle quitado totalmente pues ello importaría quitarle la esencia de la propiedad individual[35]. Por eso para los autores, los Consejos de Empresa tiene sólo como misión hacer saber al jefe de empresa la opinión de los obreros[36], carácter que ha llegado a nuestros días en donde esos órganos, según la actual legislación francesa, tienen un carácter más bien consultivo que de gestión. De la misma forma, los autores entienden que la ley puede imponer límites al reglamento de taller que dicta el jefe de empresa, pero nunca puede suprimir la facultad que tiene el mismo de dictarla por consistir una de sus facultades inherentes.

La obra de Legal y Brethe de la Gressage que acabamos de resumir importó la primera irrupción seria de las teorías institucionalistas dentro del ámbito del derecho del trabajo, tanto para justificar desde el discurso jurídico las facultades disciplinarias del empleador, como también para justificar las restantes expresiones de lo que más tarde se llamaría “dependencia jurídica”. No sólo en la obra que cometamos se encuentra presente la teoría institucionalista iniciada por Hauriou en ese país, sino también los rasgos propios de la legislación nacionalsocialista en ese entonces vigente en Alemania, cuyas consecuencias prácticas terminaban siendo las mismas que las predicadas por esos autores franceses, más allá de sus matices y aportes propios.

La obra de Legal y Brethe de la Gressage se trataba hasta ese entonces de una teoría francesa de preguerra sin ningún reflejo en la legislación laboral vigente en ese país. Sin embargo, las urgencias de una Nación que se preparaba para entrar en un conflicto bélico que parecía inevitable, les dará a nuestros autores las primeras manifestaciones legislativas de esa particular forma de concebir jurídicamente las relaciones dentro de la empresa. Nos estamos refiriendo al Decreto del 19 de octubre de 1939 que aprueba el Estatuto del Personal Requisado en los Establecimientos Industriales y Comerciales, cuyo art. 6º establecía que todo personal requisado queda: “…sometido a la disciplina general del establecimiento”, y todo establecimiento que ocupe personas civiles requisadas, está obligado a establecer un reglamento interior que contenga especialmente: “…la escala de sanciones por infracción a la disciplina general del establecimiento”[37]. La posterior ocupación alemana y el gobierno satélite del Gral. Pétain en Vichy, dejarán luego huellas imborrables en doctrina y jurisprudencia francesa.

La teoría de la institución y del jefe de empresa luego de la ocupación Alemana:

Si hablamos de huellas en la doctrina francesa de la ocupación alemana, no podemos dejar de mencionar al gran jurista francés Paul Durand, catedrático y primer presidente de la Sociedad Internacional de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, continuador tanto de las teorías alemanas de la empresa[38], como de las teorías institucionalistas iniciadas por Hauriou y continuadas por Legal y Brethe de la Gessage. Los trabajos doctrinarios de Durand sobre derecho laboral e industrial han circulado por diferentes medios, incluido el nuestro. Su “Traite de Droit du Travail” (1947) escrita junto con R. Jaussand, ha sido calificada como la primera gran obra sobre derecho del trabajo luego de la guerra.

En una publicación referida a la noción jurídica de la empresa, Durand analiza la evolución que ha tenido el concepto de empresa en la legislación y doctrina francesa, comenzando por la nula relevancia jurídica que tuvo en un primer momento, por influencia del individualismo filosófico reinante durante todo el siglo XIX. En palabras de Durand, en esa primera etapa: “Las relaciones jurídicas no se formaban, en efecto, sino entre el jefe de empresa y cada uno de los aportadores de capitales o de servicios considerados aisladamente. Esta concepción excluía la existencia de relaciones colectivas uniendo el conjunto de los asalariados y transformando una suma de individuos en un grupo organizado: el personal. Ningún lazo unía al jefe de empresa con esta colectividad”[39]. La concepción contractualista reinante, según Durand, entendía, por ejemplo, que el reglamento de taller dictado por el jefe de empresa fuera un contrato accesorio al contrato de trabajo, las penas disciplinarias sean vistas como sanciones convencionales, y las causas y efectos de la resolución del contrato sean determinadas conforme las reglas del derecho común.

Mientras esto ocurría en Francia, Durand agrega, citando el ejemplo de la Carta del Trabajo Alemán dictada por el nacionalsocialismo, que en el extranjero las corrientes que querían exaltar las prerrogativas de los grupos, pronto se sintieron atraídos por la empresa considerada como una comunidad de trabajo[40]. Esto generó un retroceso de las concepciones individualistas y una crisis del capitalismo. Se comenzó a restringir las prerrogativas concedidas al derecho de propiedad, comenzándose a dudar si el derecho de propiedad puede justificar un poder absoluto de dirección sobre la empresa. El derecho de propiedad como derecho real sobre las cosas no puede explicar un poder de mando sobre las personas, y, además, los bienes de la empresa no son utilizados por el jefe de empresa para un goce egoísta, sino que están afectados a un fin económico: la producción o la circulación de riquezas. Esta finalidad no puede, según Durand, dejar indiferentes ni al Estado ni al personal de la empresa. La organización de la empresa responde a preocupaciones políticas y sociales[41].

Hecha esa introducción, Durand comienza a esbozar su visión de la empresa apelando para ello a la doctrina institucionalista iniciada en ese país. De esta forma, define a la empresa como “…una sociedad organizada con miras a un fin”, y la califica como una institución en los términos de la doctrina elaborada por Hauriou[42]. La empresa, según Durand, está constituida por un conjunto de elementos humanos y de medios materiales ordenados para un fin. Entre los elementos humanos se encuentra en primer lugar el “jefe de empresa”, entendido como el jefe natural de la sociedad que la constituye, cuya misión es determinar el objeto de la empresa, agenciar los medios materiales y dirigir el trabajo del personal. El segundo elemento humano es el personal, el cual no es un elemento necesario ya que puede haber empresas sin personal y además, para Durand, el personal tampoco es un elemento intelectualmente necesario en la misma como sí lo es el jefe de empresa como portador de la idea que le da inicio.

Durand destaca la diferencia que existe entre empresa y contrato de trabajo, que es la misma que existe entre empresa y propiedad. El derecho de la institución no es el mismo que el del contrato. En este aspecto, Durand señala que el derecho moderno plantea una declinación del contrato de trabajo, continuando así la postura de la doctrina alemana sobre la relación de trabajo desarrollada a partir de los trabajos de Gierke. Durand dice al respeto que: “El lugar que toma progresivamente, en la elaboración de las teorías jurídicas la relación de trabajo, por oposición al contrato de trabajo, marca bien el nacimiento de un derecho propio de la empresa”[43]. El retroceso de la figura del contrato de trabajo plantea, según Durand, un particular proceso de incorporación del personal a la empresa, destacando que el mismo ha llevado a plantear que resulta abusiva toda resolución del contrato de trabajo que no esté justificado por el interés de la empresa: “El asalariado, que en la concepción tradicional se hallaba fuera de la empresa, está hoy incorporado a ella y no puede ser separado sin justa causa”[44].

Los elementos humanos y materiales de la empresa no se han reunido de manera fortuita, dice Durand, sino que forman un conjunto orgánico porque se han reunido para un fin, siendo este último un elemento más de la empresa. Todos estos elementos se han coordinado para llegar a un fin: la consecución de un provecho en una actividad económica determinada. La concepción tradicional de la empresa recurría al derecho común y yuxtaponía los diferentes contratos que unen a sus integrantes, guardando cada una de las relaciones contractuales su individualidad. Pero la concepción moderna de la empresa, según Durand, supone una fusión de esas relaciones en el seno de una sociedad cerrada. La empresa se separa de la propiedad y del contrato de trabajo, y une estrechamente sus elementos constitutivos siendo calificada por el autos como una “comunidad de trabajo”[45], demostrando Durand seguir nuevamente a la doctrina alemana antes referida.

Estando la empresa constituida a imagen de la sociedad política, dice Durand, su funcionamiento interno debe recordar igualmente el de esa sociedad. Por eso debe contar con igual número de poderes: un poder legislativo expresado en el reglamento interno; un poder ejecutivo que se traduce en el derecho de dirección del jefe de empresa; y un poder disciplinario que permita reprimir el incumplimiento de las leyes de la institución. Todos estos poderes no tienen una fuente contractual sino que son inherentes al funcionamiento de la institución patronal, dado que para Durand la empresa descansa sobre una base jerárquica[46].

En lo que respecta al poder disciplinario del jefe de empresa, Durand destaca el trabajo de Légal y Bréthel de la Gressage sobre el poder disciplinario en las instituciones privadas, señalando la fuente institucional de la teoría de estos autores. Este trabajo permitió superar la concepción contractualista que se tenía sobre las facultades disciplinarias. Esta evolución hacia concepciones institucionalistas sobre el poder disciplinario, comenzó a reflejarse en la jurisprudencia francesa de post-guerra, según Durand, a partir de la sentencia de la Corte de Casación del 15 de junio de 1945, en la cual se señala que la facultad de aplicar sanciones resulta de una prerrogativa inherente a la calidad de jefe de empresa y no tiene su fuente en el contrato de trabajo[47]. Para Durand, el poder disciplinario del empleador debe encontrar límites en su propia finalidad: mantener el orden en la empresa y los actos de los empleados que no perturben los actos de la misma no pueden ser objeto de sanción. Además, señala que la sanción debe tener una causa, siendo ilícita si el empleado no ha cometido ninguna falta o si el acto es sólo un pretexto para sancionarlo. Finalmente, la sanción debe ser proporcional a la gravedad de la falta, tanto en lo que respecta a la naturaleza de la misma como a la gravedad de la pena[48].

La obra de Paul Durand es fundamental para entender la continuidad de las concepciones institucionalistas de la empresa y de la teoría del jefe de empresa, tanto en Francia como en numerosos países. A partir de estas teorías, las prerrogativas y expresiones propias de una dependencia económica fruto de la privación de medios materiales de vida para una de las clases sociales involucradas, pasaran a ser recogidas por las respectivas legislaciones y por las jurisprudencias dominantes, incorporando el concepto de subordinación o dependencia al discurso jurídico. Se observa en estas teorías una necesidad de justificar una relación de dominación que las teorías contractualistas no podían explicar hasta ese momento y que, frente las exigencias que la gran industria imponía a la organización y disciplinamiento del trabajo, se requería un nuevo andamiaje jurídico para reforzar esa dominación sobre grandes grupos de trabajadores que la empresa fordista suponía. Ante trabajadoras y trabajadores organizados que disputaban y cuestionaban el poder del empleador en la empresa, nada mejor que una teoría que hable de facultades “inherentes” del empleador.

LAS DOCTRINAS INSTITUCIONALISTAS Y COMUNITARIAS ARRIBAN A LA ARGENTINA:

El voto del Dr. Machera en los plenarios “Díaz” y “Andrade” (20 años no es nada):

Antes del dictado de la Ley de Contrato de Trabajo no existía un reconocimiento legal a nivel general sobre los poderes disciplinarios del empleador y de la empleadora. El art. 157 inc. 3º del Código de Comercio introducido por la ley 11.729 y el art. 66 del Decreto-ley Nº 33.302/45, hacían referencia al plazo máximo de duración de las suspensiones dispuestas por el empleador y la empleadora dentro del período de un año, pero no aclaraban si se referían también a las suspensiones disciplinarias o si referían sólo a las suspensiones por motivos económicos o de fuerza mayor. Tampoco realizaban una regulación general sobre las condiciones de ejercicio de las facultades disciplinarias del empleador y de la empleadora.

El primer reconocimiento del poder disciplinario en nuestro país vino de parte de la jurisprudencia, la cual, ante el ejercicio de hecho de ese poder por parte de la patronal, tuvo que fijar una postura al respecto, tanto en lo que respecta a su reconocimiento como tal, como a las condiciones para su ejercicio.

En ese sentido, resulta sumamente interesante analizar dos fallos plenarios de la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo referidos a las facultades disciplinarias del empleador y de la empleadora, que nos permiten observar cómo las teorías institucionalistas y comunitarias comienzan a penetrar en nuestro medio en desmedro de las teorías contractualistas, alterando las posiciones que tenían hasta ese momento los propios magistrados.

El primero de esos plenarios es “Díaz, Florentino c/ Caminos, Manuel R.”[49], del 8 de abril de 1948, en el cual se discutía si las suspensiones a las cuales se refería el art. 157 inc. 3º del Código de Comercio introducido por la ley 11.729, comprendía también a las suspensiones disciplinarias. Ese precepto establecía: “La suspensión de tareas por más de tres meses, en el período de un año, ordenada por el principal, se considerará como despido”.

Si bien la resolución de esa cuestión implicaba analizar los fundamentos de la facultad sancionatoria del cual se deriva la posibilidad de aplicar suspensiones disciplinarias, en líneas generales esa discusión no se generó en dicho plenario porque absolutamente todos los magistrados aceptaban la posibilidad del empleador y de la empleadora de aplicar sanciones. La diferencia de criterios pasaba centralmente si la suspensión sin goce de haberes era una sanción posible de aplicar, considerando la minoría que la misma atentaban contra la importancia que el salario tiene para la subsistencia del trabajador y de la trabajadora. La mayoría resolvió en ese plenario que se encontraban incluidas dentro del precepto legal las suspensiones disciplinarias, reconociendo implícitamente la facultad disciplinaria del empleador y la empleadora[50].

Una de las pocas excepciones en el plenario “Díaz” referente a la justificación del poder disciplinario del empleador y de la empleadora, fue el voto del Dr. Armando Machera que, a diferencia del resto de los votos, le dedicó un párrafo importante a analizar los fundamentos del poder disciplinario. En ese sentido, el magistrado señaló: “Pues aparece con relevante claridad que el patrono, que arriesga en la empresa el capital y posee en principio la dirección y gobierno de la misma debe poseer —si bien a título de «acreedor» y no de «dueño»— la facultad de sancionar los actos del subordinado que atenten contra la estabilidad de su empresa, la disciplina que en ella debe reinar y el buen orden y concierto en la común tarea, sin los cuales sobrevendría la anarquía como natural y obligada consecuencia. Basta recordar, a mayor abundamiento, para fundamentar jurídicamente aquella potestad patronal, que siendo la subordinación una nota tipificadora del contrato de trabajo, a la facultad jurídica de dar órdenes e instrucciones que incumbe a la parte empleadora —según palabras que repetimos de Ramírez Gronda— corresponde al empleado la obligación jurídica de aceptar y cumplir tales instrucciones. «Existe pues —agrega —una obligación de obediencia que no surge de una superioridad de quien ordena, sino simplemente de la característica de la relación de trabajo, donde una de las partes (el patrono) ordena y dispone en su carácter de acreedor de una relación contractual»… «De la obligación de obediencia a que acabamos de referirnos en el párrafo anterior (y correlativamente del poder directivo del empleador) puede surgir la facultad disciplinaria del patrono, es decir, la posibilidad de aplicar alguna sanción al empleado en falta con sus obligaciones».

Resulta clara la posición contractualista de Machera en lo que respecta a los orígenes del poder disciplinario del empleador y de la empleadora, haciendo surgir el mismo de las obligaciones contractuales asumidas por el trabajador y la trabajadora. La posibilidad de aplicar sanciones se deriva del carácter signalagmático del contrato de trabajo, es decir, del intercambio de trabajo por salario, en donde el empleador y la empleadora lo ejercen en su carácter de “acreedores” ante el incumplimiento contractual del trabajador y la trabajadora respecto a las labores asumidas.

La posición contractualista de Armando Machera cambiará notoriamente veinte años después en otro plenario en donde se volverá a debatir una temática similar, permitiendo mostrar la influencia e importancia que las doctrinas institucionalistas y comunitarias estaban teniendo en nuestro medio y que influirán luego, nada más y manda menos, en el autor de la propia Ley de Contrato de Trabajo.

El nuevo plenario al que nos referimos es: «Andrade, Elena c/ Penillas, Priscila» del 26 de marzo de 1968[51], en donde se debatía si en los plazos de suspensión admitidos por el art. 66 del Decreto-ley 33.302/45, corresponde computar las suspensiones disciplinarias. Se trata de una temática similar a la del plenario anteriormente comentado y tuvo una resolución similar. El art. 66 del Decreto-ley 33.302/45 establecía: “Toda suspensión dispuesta por el empleador que exceda de treinta días, en un año, contando desde la primera suspensión, y no aceptada por el empleado u obrero comprendido en el presente Decreto-Ley, dará derecho a éstos a considerarse despedidos”[52].

En este nuevo plenario se produjo una situación similar al plenario “Díaz”, en lo que respecta a la justificación del poder disciplinario del empleador y de la empleadora. Nuevamente se daba por hecho la posibilidad del empleador de aplicar sanciones, no existiendo cuestionamientos a esa potestad y no existiendo por ende la necesidad de tener que justificar el mismo. La excepción fue nuevamente el voto del Dr. Armando Machera, que le dedico un importante margen a la cuestión y evidenció que su postura había cambiado a la expresada en el plenario “Díaz” veinte años atrás.

Machera comenzará señalando los diferentes fundamentos del poder disciplinario: “Y bien; este «poder disciplinario» ¿tiene fundamento contractual, o bien institucional, o bien lo posee el empleador como «dueño» de la empresa?”. Luego agrega: “Por cierto que corresponde desechar de inmediato esta última hipótesis, pues como dice De Mezquita («El Poder disciplinario laboral», en Cuadernos del Instituto de Estudios Políticos, Madrid, núm. 9, año 1951, p. 21) pretender que el poder sobre una cosa —derecho de propiedad— es lo que justifica el poder de un hombre sobre la persona de otros hombres es un absurdo que, evidentemente, no necesita ser rebatido. Se ha buscado, pues, el fundamento del poder examinado en el mismo contrato de trabajo haciéndolo emerger ya, del acuerdo tácito o expreso de voluntades, ya derivándolo del estado de subordinación jerárquica a que se encuentra sometido el trabajador como consecuencia del mismo contrato. En suma, tesis «contractualistas». Entre nosotros, Ramírez Gronda y Krotoschin se han enrolado en esta tesis…”.

A renglón seguido, Machera menciona la tesis institucional: “No es mi propósito ocuparme aquí de la tesis institucional o institucionalista. Baste decir que propugna el carácter institucional, esto es, no contractual, del poder jerárquico inherente a toda persona investida de autoridad…”.

Machera no desarrolla la postura institucionalista en su voto pero se remite a un trabajo de su autoría publicado pocos años después del plenario “Díaz”, en la que dejaba en claro la influencia que la teoría institucionalista tuvo en su postura sobre el tema, no sin destacar los riesgos que esa teoría tiene para el modelo contractualista imperante en el sistema jurídico local.

El trabajo al que se remite Machera en su voto se titula: “El poder disciplinario en las relaciones de trabajo”[53] y fue publicado en el año 1954. Resulta sumamente interesante la posición que Machera adopta respecto de la tesis institucionalista en ese trabajo ya que, por un lado, reconoce lo riesgoso de su planteo para la autonomía de la voluntad, pero al mismo tiempo reconoce que esa teoría es la que mejor se adapta a la realidad histórica y social de las actuales relaciones laborales. Por ese motivo, haremos un paréntesis para hacer algunos comentarios respecto del trabajo de Machera al cual se remite en su voto en el plenario “Andrade”.

Machera en su trabajo presenta a la postura institucional de la siguiente manera: “Para la doctrina denominada “institucional” el poder disciplinario de la institución “empresa” configura un verdadero poder judiciario o sancionador, una especie de derecho penal interno del cuerpo social, que denomina derecho disciplinario del trabajo y que existe para que el poder jerárquico, por medio de sanciones llamadas disciplinarias, mantenga el orden interno de la empresa, aplicando penalidades a los miembros de la comunidad de trabajo que quebraren el orden grupal, social o colectivo de la institución, perjudicando los intereses comunes”.

Se puede apreciar en ese pasaje una referencia a la comunidad de trabajo desarrollada por Gierk en Alemania y retomada por la legislación nacionalsocialista. El entrecruzamiento entre posturas institucionalistas que podríamos llamar puras y las comunitarias del derecho germánico, se debe a los autores que Machera cita en su trabajo, en donde podemos encontrar a un institucionalista nato como Maurice Hauriou, como así también a autores que combinaron esa postura con las comunitarias del derecho germánico como Paul Durand y especialmente Légal y Brethe De La Gressaye, cuya obra Machera la considera: “…la expresión más completa del pensamiento institucional en lo que atañe a la materia aquí examinada”[54].

Como habíamos señalado anteriormente, la posición de Machera respecto a la teoría institucional es la de una aceptación problemática, afirmando por un lado que la antinomia de esa teoría con la contractualista: “…acusa también, con la crisis de la libre autonomía de la voluntad que supone, el peligro que involucra para la libertad individual un corriente de ideas semejantes”[55]. Pero también concluye: “…no es posible desconocer que, aparte de los principios de justicia y de equidad que la sustentan, es hoy innegable que la evolución de los hechos sociales conduce cada vez más a la “institucioalización” del derecho, evolución histórica que hemos señalado más arriba”, y agrega también: “Al jurista, empero, que no puede permanecer ajeno a la observación de los hechos sociales de su tiempo en los cuales se encuentra inmerso y a la evolución operada en las ideas económicas y sociales, no le es lícito desconocer o negar la amplitud cada vez mayor y más manifiesta de esta tendencia”[56].

Volviendo ahora a las conclusiones del voto de Machera en el plenario “Andrade”, el mismo señala: “Así, sólo cabe propugnar que, en tanto se mantenga la actual organización económico-jurídica del trabajo humano subordinado, prestado por cuenta ajena, el poder disciplinario que debe reconocerse al empresario o empleador, como medio instrumental necesario al fin perseguido, se mueva dentro de la juridicidad, impidiéndose su ejercicio arbitrario y creándose los medios indispensables de control y de defensa de los trabajadores sobre quienes aquel poder se ejercita”.

De esta manera, la juridicidad del poder disciplinario encuentra su fundamento, según Machera, en la actual organización económica-jurídica del trabajo humano subordinado, como un medio instrumental necesario al fin perseguido. La necesidad de un poder disciplinario se justifica en la propia idea fin constitutiva de toda institución, según la doctrina institucional, siendo un medio instrumental al servicio del empleador y la empleadora para alcanzarlo, siempre y cuando no sea ejercido en forma arbitraria.

El cambio de postura de Machera de una posición contractualista en el plenario “Díaz” a una institucionalista en el plenario “Andrade”, muestra el grado de influencia que las teorías institucionalistas y comunitarias estaban produciendo en el medio local, como un arsenal teórico mejor dotado para justificar jurídicamente las llamadas facultades jerárquicas del empleador, entre ellas, el poder disciplinario.

Dos publicaciones previas a la sanción de la Ley de Contrato de Trabajo:

Un par de años antes de que Armando Machera publicara el trabajo al cual se remite en su voto en el plenario “Andrade”, Luis María Stefanelli, por entonces Fiscal ante los Tribunales del Trabajo de Buenos Aires, se le adelantó en realizar una fundamentación de los poderes disciplinarios del empleador y de la empleadora que, a diferencia de Machera, no titubeará para nada en utilizar argumentos institucionalistas y comunitarios. La publicación de Stefanelli, realizada en 1952, será de referencia por muchos años para la mayoría de los autores que traten esta temática.

Siguiendo a Paúl Durand, Stefanelli señalaba que la empresa es una institución en la que: “El empresario o empleador es el jefe natural de esta sociedad que constituye la empresa o el establecimiento, y, como tal, y como responsable de la buena marcha y de la consecución de los fines de los mismos, está investido de un poder reglamentario, de un poder de dirección y de un poder disciplinario. Es decir, que, dentro de la concepción “institucional”, el poder disciplinario es una cualidad inherente al empleador como jefe responsable de la marcha de la empresa, que tiene por fin corregir las faltas en que puedan incurrir los trabajadores en el desempeño de su cometido”[57].

Luego, Stefanelli agrega que, aun cuando la ley, los convenios colectivos o el contrato de trabajo no prevean la facultad disciplinaria del empleador y de la empleadora, el mismo “…existe siempre como “una libertad inherente a la cualidad de jefe de empresa”[58]. De esta manera, Stefanelli no sólo funda los poderes disciplinarios del empleador y de la empleadora en el carácter institucional de la empresa, sino que los presenta además como una facultad inherente a la cualidad de “jefe de empresa”, haciéndose eco de la doctrina nacionalsocialista del führer de empresa.

El que le seguirá a Stefanelli en realizar una fundamentación institucionalista sobre los poderes disciplinarios del empleador y de la empleadora, será Justo López en un trabajo titulado: “Fundamentos del poder disciplinario del empleador”, publicado en el año 1967 previo a la sanción de la Ley de Contrato de Trabajo. En esta publicación, Justo López cita al propio Stefanelli, al cual considera: “…el autor del mejor estudio hecho sobre el tema por nuestra doctrina”[59].

En su publicación, Justo López cita varios pasajes de la obra del institucionalista italiano Santi Romano[60] que analizamos anteriormente, concluyendo sobre el mismo: “Hemos cedido la palabra a Santi Romano –según creemos el más lúcido expositor de la teoría “institucional” mediante su propia “teoría del ordenamiento jurídico”-, para explicar la “teoría institucional de la empresa” no sólo por considerarla más solvente que la nuestra en la cuestión, no siempre explicada con claridad, sino porque su teoría “pluralista” del derecho o de la “pluralidad de ordenamientos jurídicos” es la única que permite entender en qué sentido la “institución” puede ser fuente de poderes jurídicos, como el “poder disciplinario”… Se comprende, entonces, que la empresa (o hacienda como se dice en el texto citado), lo mismo que la casa (hogar), puede ser concebida como un ordenamiento jurídico originario privado que no precisa, en principio, derivar del “ordenamiento estatal” (ni de un “acto de autonomía negocial” según el ordenamiento estatal –contrato de trabajo-) para fundar el poder disciplinario del empleador”[61].

Sin embargo, Justo López reconoce que el derecho del trabajo es un derecho estatal, por lo tanto, el poder disciplinario del empleador como poder institucional debe tener algún reconocimiento estatal para ser relevante para el Estado. Siguiendo en este punto a la obra de Stefanelli, Justo López entiende que ese reconocimiento fue realizado por la costumbre jurídica[62], la cual reconoció y toleró al poder disciplinario del empleador como poder de hecho. Sobre la costumbre jurídica, Justo López señala: “El poder disciplinario en materia laboral ha existido siempre…”, y agrega que no es necesario ni pertinente en relación al tema “…remontarse a tipos de organización del trabajo actualmente no vigentes (trabajo servil, trabajo en la economía de tipo familiar cerrado, régimen de las “corporaciones”)”[63].

A esta altura, podemos observar que las corrientes institucionalistas y comunitarias estaban ya presentes en la postura de reconocidos doctrinarios de nuestro país. Esta presencia estará también en la concepción del propio autor de la Ley de Contrato de Trabajo, Norberto Centeno, en todo lo referido a las características de la relación de trabajo, los poderes jerárquicos del empleador y la disciplinaria en particular.

EL PODER DISCIPLINARIO EN LA LEY DE CONTRATO DE TRABAJO:

Si bien el poder disciplinario comenzó como una realidad de hecho dentro de la larga historia de las técnicas de explotación del trabajo ajeno, su reconocimiento legal a nivel general como una de las prerrogativas propias del empleador, se produjo en nuestro país de manera bastante tardía con la sanción de la ley 20.744 sobre Contrato de Trabajo (LCT) en el año 1974[64]. La LCT original recibió algunas modificaciones en este punto por parte de la ley 21.297 dictada por el gobierno cívico-militar genocida, pero las mismas no implicaron una modificación de la naturaleza de esta institución.

El actual art. 67 de la LCT comienza estableciendo que: “El empleador podrá aplicar medidas disciplinarias proporcionadas a las faltas o incumplimiento demostrados por el trabajador…”, reconociendo de esta manera el poder disciplinario del empleador. Este poder disciplinario se integra en la LCT junto con otros (poder de dirección, de organización, ius variandi y control), conformando lo que se denominan: poderes jerárquicos del empleador.

Como venimos comentando, las teorías institucionalistas y comunitarias estaban ya presentes en la doctrina de nuestro país como cuerpo teórico mejor dotado para justificar ese poder disciplinario, en desmedro de las posturas contractualistas clásicas mantenidas hasta ese momento por la doctrina. La influencia de esas teorías recaerá también sobre la propia letra de la LCT, a través de su autor, Norberto Centeno, tal como se deja ver con total claridad en la obra: “Ley de contrato de trabajo comentada”, escrita junto a Justo López y Juan Carlos Fernández Madrid. Pero tal influencia, no sólo recaerá en la fundamentación teórica de los poderes disciplinarios del empleador y de la empleadora, sino también en la caracterización de la naturaleza misma de la relación de trabajo y su diferenciación del contrato de trabajo.

Pasaremos a continuación a analizar la presencia de las teorías institucionalistas y comunitarias en la obra antes referida de Justo López, Norberto Centeno y Juan Carlos Fernández Madrid.

a) La relación de trabajo como comunidad de trabajo:

Al analizar la legislación laboral en Alemania durante el régimen nacionalsocialista, señalamos que la misma presentaban a la empresa como una comunidad de trabajo, caracterizada por fuertes vínculos de tipo personal entre el empresario, considerado como führer (jefe, líder o conductor) de la empresa, y sus subordinados o seguidores, donde estos últimos le deben a aquél fidelidad a cambio de su protección paternal, todo por el bien común de la empresa y de la Nación. También señalamos que dicha legislación presentaba una distinción entre relación de trabajo como vínculo comunitario de tipo personal, y el contrato de trabajo concebido como relación de cambio conforme las reglas del contrato y subordinado al primero.

En la LCT original encontramos en los arts. 21 y 22 una definición de contrato de trabajo y otra de relación de trabajo. Del análisis de la LCT en su conjunto, podemos deducir que lo determinante para la aplicación de la normativa laboral es la existencia de una relación de trabajo, independientemente de la denominación o forma contractual que hayan utilizado las partes. Esto se desprende de las reglas sobre simulación y fraude laboral (art. 14 LCT), de la irrelevancia del acto que le dé origen a la relación de trabajo (art. 22 LCT) y de la aplicación del derecho común en los casos de incumplimiento del contrato de trabajo sin haber existido prestación efectiva (art. 24 LCT). La relación de trabajo como requisito determinante para la aplicación de la normativa laboral específica en desmedro del requisito del contrato de trabajo, resulta fundamental para proteger al trabajador y a la trabajadora de las maniobras fraudulentas de las cuales puede ser objeto por parte del empleador para intentar éste último eludir la aplicación de la legislación laboral. Todo ello en correspondencia con el llamado principio de la realidad que ha llevado a la doctrina a considerar al contrato de trabajo como un “contrato realidad”.

Sin embargo, la definición de la relación de trabajo hecha en la LCT también juega un papel determinante a la hora de definir el cúmulo de deberes y facultades que involucra a los dos sujetos de la relación, dentro de lo que se ha dado en conocer como “dependencia jurídica”, cuestión en la cual las reglas del contrato resultan insuficientes, tanto para fundamentar esa dependencia, como para definir el contenido y extensión de esos deberes y facultades. La distinción entre contrato de trabajo como relación de cambio sometido a las reglas del contrato y relación de trabajo como vínculo comunitario de tipo personal, está también presente en el espíritu y contenido de la LCT.

En la Ley de Contrato de Trabajo Comentada por Justo López, Norberto Centeno y Juan Carlos Fernández Madrid, los autores a la hora de analizar la relación de trabajo definida en el art. 22, realizan una caracterización de la misma. Entre las primeras características, los autores señalan su carácter “comunitario” afirmando que: “La actividad laboral cuya prestación integra la relación de trabajo no es la actividad de un individuo aislado sino la actividad organizada y coordinada de un grupo que en algún caso puede ser mínima (el empleador y un trabajador) pero que en la generalidad de los casos es mucho más complejo. Actividad organizada y coordinada en un grupo significa un principio objetivo unificador (fin común) -que es la producción de ciertos bienes o la prestación de ciertos servicios- que la rige, sin perjuicio de que los fines individuales de los integrantes del grupo sean normalmente divergentes y significa también la existencia de poderes de organización y gobierno del grupo –por más limitados que éstos estén-, especialmente si la actividad ha de ser duradera. La LCT contempla todo esto en numerosas disposiciones, especialmente los arts. 5º y 64 a 68”[65].

Puede apreciarse en dicho pasaje que el carácter comunitario de la relación señalada por los mencionados autores, nos coloca dentro de la tesis institucional de la empresa, en oposición a las concepciones contractualistas e individualistas que concebían a las relaciones dentro de la empresa como una yuxtaposición de diversos contratos, sin ninguna relación entre los mismos. Por el contrario, para los autores que comentamos, la concepción comunitaria de la empresa concibe a la misma como la actividad organizada de un grupo con vistas a un objetivo unificador, que es la producción de bienes y servicios, lo cual implica la existencia de poderes de organización del empleador definidos en los arts. 64 a 70 LCT.

Los autores que comentamos, continúan explicando el carácter comunitario de la relación de trabajo, en los siguientes términos: “Precisamente, las posiciones jurídicas (derechos, deberes, etc.) de las partes que surgen de este carácter comunitario de la relación de trabajo han servido para que algunos autores opusieran relación y contrato, distribuyendo a éste la fuente de los derechos y obligaciones relativos a la relación de cambio trabajo-remuneración y a la incorporación (al grupo –empresa, comunidad de trabajo-) esas otras posiciones jurídicas que son expresión del mencionado carácter comunitario de la relación o incluso adsorbiendo los aspectos personales y de cambio en los comunitarios”[66].

En este pasaje, los autores reproducen la distinción hecha por la legislación germánica durante el nacionalsocialismo entre contrato de trabajo entendido como fuente de la relación de cambio “trabajo por remuneración”, y la relación de trabajo como vínculo comunitario generador de una relación de tipo personal y subordinada (posiciones jurídicas o “status” para los autores germánicos), al cual se vinculan los llamados poderes jerárquicos del empleador.

Otro de los caracteres de la relación de trabajo que señalan los autores es el de “cambio”, pero agregando que: “De lo explicado antes sobre el contenido de la relación de trabajo resulta que sería erróneo reducirla, sin más, a una relación de cambio trabajo-remuneración. Sería ignorar partes fundamentales de ese contenido y los caracteres de personalidad y comunitaria antes explicados. En nuestro caso (art. 4º), incluso el legislador ha puesto énfasis en la primacía estimativa de los aspectos no patrimoniales de la relación, precisamente en razón del compromiso que ésta implica de la personalidad del trabajador”[67].

Para los autores, ver a la relación de trabajo sólo como una relación de cambio significaría dejar afuera todo el contenido que hace a la misma una relación comunitaria de tipo personal antes referida, con todos los aspectos propios de la subordinación y deberes correlativos. Es interesante notar cómo los autores colocan la primacía de los aspectos personales de la relación sólo del lado del trabajador y de la trabajadora con vistas a su protección. Si bien obviamente existe en la normativa de la LCT esa protección de la persona del trabajador y de la trabajadora, es claro que los aspectos personales de la relación no se agotan en la figura del trabajador y de la trabajadora, sino que caracterizan a la relación misma comprendiendo en ella también la figura del empleador y de la empleadora. En esto eran muy claros los autores germánicos que hablaban de la comunidad orgánica, en el sentido de que el aspecto personal era del propio vínculo que unía a sus miembros, y en especial, al jefe de empresa con sus colaboradores. De ese vínculo personal surgían los particulares deberes y obligaciones que hacen del mismo una relación de subordinación y fidelidad, acompañado de la tutela o protección del líder. Este cúmulo de deberes y obligaciones desbordan los principios fundamentales del contrato, de ahí su construcción doctrinaria primero y reconocimiento legislativo posterior.

La última característica asignada por los autores a la relación de trabajo, es su “conexidad a un fin común”. Los autores señalan sobre esa característica: “Esto significa que aunque la relación de cambio permanezca por sí sola y aisladamente, no explica los otros aspectos (comunitarios) de la relación de trabajo. Estos otros aspectos –que integran y modifican la relación de cambio como tal- pueden, en cambio, explicarse a partir del dato del cumplimiento de la relación de cambio misma en un grupo organizado con el objeto o fin común de producir determinados bienes o prestar determinados servicios; fin común que resulta mediatamente presupuesto por el inmediato fin de cambio de las partes de la relación y en alguna (limitada) medida sobrepuesto a él. En otros palabras: la relación de trabajo, incluso como relación de cambio, se da en conexión a un fin común de las partes que influye sobre ella y determina sus aspectos comunitarios”[68].

La relación aislada de cambio trabajo-remuneración no explica los otros aspectos de la relación, que son justamente los comunitarios y que inciden en la relación de cambio misma a partir de su cumplimiento efectivo dentro del grupo organizado que es la empresa, y con el objeto o fin común de producir determinados bienes o servicios.

De lo dicho hasta aquí podemos concluir que la relación de trabajo, como presupuesto de aplicación de la normativa laboral específica, no sólo cumple un papel fundamental a la hora de evitar la simulación y el fraude laboral en vistas de tutelar al trabajador (art. 14 LCT). La relación de trabajo entendida como relación comunitaria conforme lo entendiera la doctrina y legislación germánica antes analizada, y diferenciada del contrato de trabajo como relación de cambio de tipo contractual, cumple un papel fundamental no sólo para explicar las notas típicas de la subordinación y la dependencia jurídica cuyas reglas del contrato no puede explicar, sino también para incidir y ampliar el marco de derechos y obligaciones a las cuales se encuentran sujetas las partes. El vínculo personal de tipo comunitario implica para el trabajador y la trabajadora, la asunción de deberes que no tienen por qué corresponderse a lo estrictamente acordad por las partes, y que provienen de las necesidades impuestas por la consecución de ese fin común a todos los miembros de la comunidad llamada empresa.

Esta incidencia de la relación comunitaria sobre la relación contractual de cambio, puede apreciarse de los términos mismos de la LCT. El art. 62 cuando establece que: “Las partes están obligadas, activa y pasivamente, no sólo a lo que resulta expresamente de los términos del contrato sino a todos aquellos comportamientos que sean consecuencia del mismo, resulten de esta ley, de los estatutos profesionales o convenciones colectivas de trabajo, apreciados con criterio de colaboración y solidaridad”. El art. 84 cuando habla de los deberes de diligencia y colaboración, establece que: “El trabajador debe prestar el servicio con puntualidad, asistencia regular y dedicación adecuada a las características de su empleo y a los medios instrumentales que se le provean”. El art. 85 al definir el deber de fidelidad, establece que: “El trabajador debe observar todos aquellos deberes de fidelidad que deriven de la índole de las tareas que tenga asignadas, guardando reserva o secreto de las informaciones a que tenga acceso y que exijan tal comportamiento de su parte”.

Estos deberes genéricos no son el resultado de un acuerdo expreso entre las partes, sino que provienen de la relación de trabajo misma, de las características del empleo, de la índole de las tareas asignadas, de los medios materiales proporcionados, y de principios de colaboración y solidaridad. En definitiva, la fuente de estos deberes no es el acuerdo de voluntades sino la relación de trabajo misma como una relación comunitaria de dependencia personal. No se tratan de prestaciones previamente acordadas y definidas por las partes, sino deberes genéricos que se presuponen e incidente en el cumplimiento del contrato.

b) Los fundamentos del poder disciplinario:

Las fuentes institucionalistas y comunitarias de Justo López, Norberto Centeno y Juan Carlos Fernández Madrid en lo que respecta a las llamadas facultades jerárquicas del empleador y de la empleadora, entre ellas, el poder disciplinario, puede apreciarse en la concepción que los mismos tienen de la empresa al comentar la definición del art 5 de la LCT: “…la empresa del derecho del trabajo constituye un grupo organizado, es decir, un ente social”; y agregan: “…o institución en el sentido que da Santi Romano a esta palabra de ordenamiento jurídico o sistema social o ente social” [69]. La empresa sería así una institución en los términos asignados por Santi Romano al cual nos hemos referido anteriormente, lo que evidencia que la doctrina institucionalista fue la fuente de inspiración para estos autores a la hora de caracterizar el concepto de empresa dentro del derecho del trabajo.

En lo que respecta específicamente a las facultades jerárquicas del empleador y de la empleadora, Justo López, Norberto Centeno y Juan Carlos Fernández Madrid recurren a la teoría del führer de empresa a través de la obra de Paúl Durand que tuvimos antes oportunidad de analizar.

En efecto, los mencionados autores señalan que: “…el jefe de empresa es el jefe natural de la empresa… el empleador dispone, como jefe de empresa, de tres prerrogativas. Está investido de un poder legislativo, de un poder de dirección y de un poder disciplinario (se trata de los comúnmente llamados poderes jerárquicos: reglamentario, directivo y disciplinario). De tal modo provista de un legislador, un administrador y un juez, la empresa, dicen, recuerda a la sociedad política”[70].

Como señalamos anteriormente a la hora de analizar la obra de Paúl Durand, para dicho autor la empresa estaba constituida a imagen de la sociedad política y, por ende, su funcionamiento interno debe recordar igualmente el de esa sociedad. Por eso, el empleador y la empleadora deben contar con igual número de poderes: un poder legislativo expresado en el reglamento interno; un poder ejecutivo que se traduce en el derecho de dirección del jefe de empresa; y un poder disciplinario que permita reprimir el incumplimiento de las leyes de la institución. Todos estos poderes, según Durand, no tienen una fuente contractual, sino que son inherentes al funcionamiento de la institución patronal, dado que para Durand la empresa descansaba sobre una base jerárquica.

Ahora bien, esta explicación apunta a justificar la necesidad de un poder disciplinario, como así también el resto de los poderes jerárquicos, pero no explica acabadamente porqué ese poder lo debe detentar sólo el empleador y la empleadora, y no así en el resto de los miembros de la comunidad de trabajo, como pueden ser los trabajadores y las trabajadoras.

Para justificar por qué los poderes jerárquicos recaen sólo en el empleador y la empleadora, los autores recurren nuevamente a Paúl Durand, a quién citan expresamente, señalando: “…el fundamento de los poderes jerárquicos se encuentra en las responsabilidades que asume el jefe de empresa y de acuerdo a su tesis institucionalista “el empresario está encargado de asegurar la producción… corre el riesgo de la explotación y debe asegurar el bien común de los miembros de la empresa”[71].

En este pasaje, la tesis institucional aparece entremezclada con posiciones propias del derecho germánico durante la dominación nacionalsocialista, a lo cual se le sumaban aportes propios de Durand para adaptar mejor las bases de esa legislación al contexto de una sociedad fundada sobre la libre empresa, pilar de las economías liberales.

Por un lado, se justifica que sea el empleador y la empleadora quienes detenten los poderes jerárquicos por las responsabilidades que asumen como jefes de empresa, entre las cuales se menciona el deber de “…asegurar el bien común de los miembros de la empresa”. Se trata de una referencia clara a la postura comunitaria de Gierk y que fue recogida por la legislación nacionalsocialista. Tal como lo mencionamos anteriormente, para Gierk, el contrato de servicios del derecho germánico tiene su origen en el contrato de servicio fiel que se daba entre el führer (conductor) y los gefolgschaft (conducidos). El señor tiene el poder de ordenar y castigar, como así también la consecuente obligación de proteger. Con la figura del contrato de servicios, la relación de trabajo se presenta, según Gierk, como un vínculo jurídico personal caracterizado por el deber recíproco de fidelidad en el que se contrapone, al amplio poder de mando del empresario, el deber de protección de sus trabajadores.

También como lo mencionamos anteriormente, las ideas de Gierk quedaron reflejadas en la Carta del Trabajo Alemán durante el nacionalsocialismo, cuyo art. 2 establecía: “El jefe de empresa decide frente a la colectividad obrera, todos los asuntos que interesan a la explotación, dentro de las medidas acordadas por la ley, y a la vez cuida de su personal, quien la debe fidelidad, fundada en la comunidad del establecimiento, y las relaciones de orden económico que surgen de la obligación de pagar un jornal, se subordinan a las de orden moral y paternal”.

Esta concepción paternalista sobre las relaciones de trabajo, fue recogida por Justo López, Norberto Centeno y Juan Carlos Fernández Madrid, como fundamento de los poderes jerárquicos del empleador y de la empleadora. Estos últimos lo detentan como contrapartida de sus deberes de proteger y cuidar a los miembros de la comunidad de trabajo. Se trata de un vínculo que contiene también un intercambio: subordinación y fidelidad a cambio de protección y cuidado. De esta manera, en pleno siglo XX, se recurría a las bases de las relaciones serviles medievales para justificar jurídicamente la subordinación de la clase que vive de su trabajo dentro de las relaciones capitalistas de producción. Al parecer, se podría afirmar que no hubo Revolución Francesa para la clase trabajadora, sino que los señores y señoríos se mudaron a los establecimientos fabriles.

El otro motivo por el cual el empleador y la empleadora serían los portadores únicos de los poderes jerárquicos, según los autores que comentamos, es que éstos corren con “…el riesgo de la explotación”. Se trata éste de un argumento más propio de las economías liberales y no tan vinculado a las doctrinas comunitarias. Los empleadores y empleadoras serían los únicos que corren con riesgos en las relaciones capitalistas de producción. Lo interesante es que, a diferencia del anterior argumento de justificaba los poderes jerárquicos del empleador y de la empleadora en el deber de cuidar el bienestar de la comunidad, ahora esos poderes se justifican en la necesidad de los mismos de velar por sus propios intereses en relación a los riesgos que asumen como empresarios. El poder de sancionar parece que no sólo es para beneficio de una supuesta comunidad de trabajo con fines compartidos por todos sus integrantes, sino que también responde a los intereses propios de quienes lo detentan.

De esta manera, podemos apreciar que las doctrinas institucionalistas y comunitarias antes analizadas influyeron decididamente sobre el autor de la propia LCT en lo que respecta a los poderes jerárquicos del empleador, entre estos, el disciplinario, influencia que puede apreciarse dentro de la propia normativa de la LCT. El poder disciplinario forma parte de las facultades propias del empleador y de la empleadora al que se someten el trabajador y la trabajadora por el solo hecho de formar parte de la institución empresa y/o comunidad de trabajo. De ahí la necesidad de un reconocimiento legal, tanto para regular su uso funcional con perspectiva protectoria, como para convalidar jurídicamente la estructura de poder y de toma de decisiones dentro de las relaciones capitalistas de producción.

CONCLUSIONES:

El ejercicio del poder disciplinario es una de las manifestaciones de la dominación de la clase que controla los principales medios de vida sobre la clase que vive de su trabajo. Es la expresión de una relación de dominación de base económica, pero sobre la cual se levanta también una dominación de tipo política que implica el poder de castigar los comportamientos que se consideran violatorios a un régimen disciplinario que busca, en su esencia, extraer del trabajo ajeno el mayor provecho posible para quienes se benefician del mismo.

La necesidad de implementar un régimen disciplinario forma parte del corazón del sistema fordista de organización productiva. El fordismo constituye un modo de organización racional y científico del trabajo que pone el eje en el factor tiempo-ejecución como forma de reducir los costos y aumentar la producción[72]. El fordismo trajo consigo los beneficios de la producción en serie a través de las largas cadenas de montaje, con maquinarias especializadas y grandes plantillas de obreros, aumentando la producción a un menor costo y ampliando de esta manera el mercado de consumo por el aumento de productos a un valor más accesible. Todo ello comprendía la implementación de grandes establecimientos industriales con elevado número de obreros, a los cuales se les exige realizar una determinada tarea dentro de un delimitado lapso de tiempo y debiendo cumplir con los reglamentos impuestos por la dirección. La fábrica es una gran institución de encierro para multitudes que se transforman en pequeños engranajes, en donde cada uno debía funcionar de la manera esperada y dentro del tiempo estipulado, reduciendo en lo más posible toda iniciativa propia o las llamadas “eventualidades del comportamiento”[73]. De ahí la necesidad para el empleador y la empleadora de poder dirigir, reglamentar, vigilar y sancionar, dando forma a una relación de poder de efecto constante con estructuras jerárquicas de gerentes, capataces, jefes y supervisores que colocan al trabajador y a la trabajadora en la situación panóptica de poder ser todo el tiempo observados.

Es cierto que el reconocimiento legal de la facultad disciplinaria del empleador y de la empleadora por parte de la LCT implicó también una regulación y limitación de la misma en procura de una mayor protección del trabajador y de la trabajadora frente al ejercicio abusivo de un poder que, antes que jurídico, es más bien de hecho producto de la diferente situación que se encuentran las partes respecto de los medios materiales de vida. Sin embargo, su recepción legal se produjo en un contexto de fuerte disputa del movimiento obrero organizado sobre las tomas de decisiones dentro del establecimiento.

En ese sentido, la LCT fue sancionada en el marco de una profunda crisis política agravada por la muerte del Gral. Juan Domingo Perón. La falta de respuesta de las burocracias sindicales a las reivindicaciones del conjunto de los trabajadores y de las trabajadoras, generó la aparición de formas de organización sindical alternativas como lo fueron las Coordinadoras Interfabriles, principales protagonistas de las jornadas de lucha de junio y julio de 1975 en lo que se llamó “El Rodrigazo”[74]. Surgidas de los propios lugares de trabajo, las Coordinadoras Interfabriles tenían a las comisiones internas y cuerpos de delegados como los principales impulsores de la organización gremial dentro de los diferentes establecimientos. Esas formas de organización pretendían disputarle al empresario el poder de dirección y definición de las condiciones de trabajo dentro de la mismísima tierra santa patronal, poniendo en crisis rasgos fundamentales del modo capitalista de producción como lo es el fenómeno del trabajo dirigido, consecuencias de la propiedad privada de los medios de producción y de la dependencia económica de la clase trabajadora.

La LCT hizo su irrupción cuando el fenómeno de las Coordinadoras Interfabriles estaban en pleno proceso de gestación. La concepción de la empresa y de los poderes empresarios que dicha ley establecían, iban a contramano con la disputa del poder de dirección empresaria que las Coordinadoras Interfabriles planteaban para ese entonces, siendo en ese aspecto una regulación que no compartía la misma intensidad y sintonía con los procesos de lucha que se estaban desarrollando en ese momento en los centros de producción.

No sólo el reconocimiento legal del poder disciplinario del empleador y de la empleadora iba de por sí a contramano con los procesos de lucha que se estaban produciendo en ese momento, sino que, además, la justificación que hizo la doctrina ius laboralista de ese poder mediante las teorías de la institución y de la comunidad de trabajo, fue todavía peor al presentarlo como una de las facultades inherentes del empleador, junto con otras que concurrirían a definir los rasgos jurídicos propios de la llamada relación de trabajo. Estas facultades inherentes del empleador y, por lo tanto, relegadas a trabajadores y trabajadoras, conforman un concepto clave para la definición del contrato de trabajo. Nos estamos refiriendo al concepto de dependencia jurídica, concepto de goza de muy buena salud y cuyas verdaderas implicancias y alcances no han sido estudiados con profundidad.

Como lo señalamos anteriormente, la justificación que hizo la doctrina de las facultades disciplinarias del empleador y de la empleadora, no se sustentaban en la sola necesidad de regular y limitar una práctica que en los hechos ya existía. Esa justificación no alcanzaba porque debía explicarse el motivo por el cual la ley directamente no la prohibió, impidiendo así que el empleador pueda aplicar sanciones a los trabajadores y las trabajadoras. Por el contrario, la justificación que hizo la doctrina es que se trata de una facultad inherente del empleador y de la empleadora y, en consecuencia, un derecho exclusivo de los mismos no compartido con los trabajadores y las trabajadoras.

El poder disciplinario es una necesidad para la organización del trabajo, estando descartada cualquier otra forma de organización más participativa e igualitaria en la toma de decisiones. Porque en definitiva, si no es igualitaria la distribución de los resultados del proceso productivo entre empleadores y trabajadores, tampoco deben serlo las relaciones laborales entre los mismos. De ahí la necesidad de un reconocimiento legal del poder disciplinario como parte de la dependencia jurídica en la cual se colocan a trabajadores y trabajadoras, introduciendo así un concepto extraño para un paradigma jurídico que se sostenía en la igualdad jurídica de las partes.

Para ello se debió recurrir no sólo a doctrinas totalmente verticalistas y totalitarias, sino también decididamente contrarias al paradigma contractualista imperante luego de la Revolución Francesa, que colocaba a la voluntad individual o conjunta, como el único medio por el cual una persona puede obligarse frente a otra. El principio de igualdad jurídica propio de la Ilustración, reza que la voluntad puede sólo someterse a ella misma, no pudiendo una persona estar sometida a la voluntad de otra sin que haya sido libremente aceptada por ella. En ese contexto, una disposición como la del art. 86 de la LCT que establece: “El trabajador debe observar las órdenes e instrucciones que se le impartan sobre el modo de ejecución del trabajo, ya sea por el empleador o sus representantes”; resultaba totalmente impensable. Todavía más impensable resultaba posibilitar que una persona tenga la potestad de sancionar a otra por no cumplir con sus directivas.

Las teorías institucionalistas y comunitarias posibilitaron superar las barreras conceptuales que el paradigma contractualista contenía, para construir un concepto totalmente novedoso como lo era el de dependencia jurídica, reflejo jurídico de la dependencia económica en la cual se encuentra la clase que vive de su trabajo producto de la privación de los principales medios de producción. Entre los componentes de esa dependencia jurídica, se encuentra la posibilidad de por aplicar sanciones como expresión de un poder disciplinario que, junto con la posibilidad del despido, viene a respaldar coactivamente el dominio y control que la clase capitalista ejerce sobre el trabajo ajeno, en un modelo de relaciones de trabajo desigualitaria y verticalista en la toma de decisiones.

Leonardo Elgorriaga

29 de agosto de 2022

[1] Hauriou, Maurice: “Principios de Derecho Público y Constitucional”, Ed. Instituto Editorial Reus, Madrid, 1927, pág. 84[2] Hauriou, Maurice; op. cit. pág. 522[3] Santi Romano; “El ordenamiento jurídico”, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, año 1963, pag. 122[4] Santi Romano; op. cit. pag. 130[5] Santi Romano; op. cit. pag. 228[6] Rodríguez Arias Bustamente, Lino; op- cit. pág. 131[7] Rodríguez Arias Bustamente, Lino; op- cit. pág. 136[8] Romano, Santi; “Fragmentos de un Diccionario Jurídico”, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1964, pág. 258[9] Romano, Santi; op. cit. pág. 267[10] Santi Romano; op. cit. pag. 229[11] Santi Romano; op. cit. pag. 230[12] Pendas García, Benigno; op. cit. pág. 130[13] Palavecino Cáceres, Claudio: “Relación de Trabajo sin Contrato. Una Incursión por su Historia”; en “Actualidad Laboral”, agosto de 2009, Universidad de Chile, Facultad de Derecho, Depto. de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, pág. 6[14] Abramovich, Víctor y Courtis, Christian: “Futuros Posibles. El Derecho Laboral en la Encrucijada”, en Revista Jurídica, Año 2, Nº 2, Abril de 1997, Universidad de Palermo, pág. 154[15] Abramovich, Víctor y Courtis, Christian; op. cit. Pág. 155[16] Palavecino Cáceres, Claudio; op. cit. pág. 7[17] Schoch, Hermann: “El Derecho Privado Alemán en el año 1934”, en Revista de Derecho Privado, Tomo XXII, enero-diciembre de 1935, Madrid, pág. 239[18] Despontin, Luis A.: “Situación de Patrones y Obreros en el Frente del Trabajo Alemán. El Honor Social como Aspiración Suprema de Acuerdo a la Ley de 1934”, en Revista de Derecho Privado, Tomo XXII, enero-diciembre de 1935, Madrid, pág. 43[19] La Ley t. 23, Julio-Septiembre de 1941, pág. 6[20] La Ley t. 23, Julio-Septiembre de 1941, pág. 5[21] Krotoschin, Ernesto: “Evolución de la Relación de Trabajo en el Derecho Alemán”, La Ley t. 23, Julio-Septiembre de 1941, pág. 8[22] Siebert, Wolfgang; op. cit. pág. 456[23] Siebert, Wolfgang; op. cit. pág. 457[24] El art. 165 de la Constitución de la República de Weimar establecía respecto de la participación de los trabajadores en la definición de las condiciones laborales dentro de la empresa: “Los obreros y empleados serán llamados a colaborar, al lado de los patronos y con igualdad de derechos, en la reglamentación de las condiciones de la retribución y el trabajo, así como en todo el desenvolvimiento económico de las fuerzas productivas. Quedan reconocidas las agrupaciones de ambas clases y sus federaciones. Para defensa de sus intereses sociales y económicos, tendrán los obreros y empleados representaciones legales en Consejos obreros de empresa (Betriebsarbeiterräten) así como en Consejos de obreros de distrito agrupados por regiones económicas, y en el Consejo obrero del Imperio (Reichsarbeiterrat)”.[25] Durand, Paul; “El Poder Disciplinario en la Empresa Privada”, DT 55, pág. 819[26] Legal, Alfredo y Brethe de la Gressage, Juan: “El Poder Disciplinario en las Instituciones Privadas”, en Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales, Santa Fe, 1962, Num 109-112, pág. 221[27] Legal, Alfredo y Brethe de la Gressage, Juan; op. cit. pág. 222[28] Legal, Alfredo y Brethe de la Gressage, Juan; op. cit. pág. 224[29] Legal, Alfredo y Brethe de la Gressage, Juan; op. cit. pág. 225[30] Legal, Alfredo y Brethe de la Gressage, Juan; op. cit. pág. 225[31] Legal, Alfredo y Brethe de la Gressage, Juan; op. cit. pág. 235[32] Legal, Alfredo y Brethe de la Gressage, Juan; op. cit. pág. 240[33] Legal, Alfredo y Brethe de la Gressage, Juan; op. cit. pág. 242[34] Legal, Alfredo y Brethe de la Gressage, Juan; op. cit. pág. 243[35] Legal, Alfredo y Brethe de la Gressage, Juan; op. cit. pág. 274[36] Legal, Alfredo y Brethe de la Gressage, Juan; op. cit. pág. 376[37] Durand, Paul; op. cit. pág. 821[38] Javillier, Jean-Claude; “Derecho del Trabajo”, Fundación de Cultura Universitaria”, Montevideo, 2007, pág. 253[39] Durand, Paul: “La Noción Jurídica de la Empresa”, en DT 46, pág. 972[40] Durand, Paul: op. cit. pág. 972[41] Durand, Paul; op. cit. pág. 973[42] Durand, Paul; op. cit. pág. 973[43] Durand, Paul; op. cit. pág. 975[44] Durand, Paul; op. cit. pág. 975[45] Durand, Paul; op. cit. pág. 977[46] Durand, Paul; op. Cit. pág. 978[47] Durand, Paul; “El Poder Disciplinario en la Empresa Privada”, DT 55, pág. 824[48] Durand, Paul; op. cit. pág. 823[49] CNAT en Pleno: «Diaz, Florentino c/Caminos, Manuel R.», 8/04/1948, Plenario Nº 2, LL 50-306 – DT 1948-177[50] La doctrina surgida de ese plenario fue la siguiente: «La correcta interpretación jurídica del instituto de la suspensión en la ley 11729 conduce a sostener que la suspensión para ser legal debe tener justa causa y plazo fijo, descontando desde luego, que en la justa causa también se encuentra la que se impone por razones disciplinarias cuando la natural normal relación entre el principal y el dependiente, así lo exijan. Cuando la suspensión no reúna tales requisitos de justa causa y plazo fijo, la misma se considerará injuriosa a los intereses del empleado u obrero, en los términos del art. 159».[51] CNAT en pleno: «Andrade, Elena c/Penillas, Priscila», 26/03/1968, LL 130-200 – DT 1968-233[52] La resolución del plenario estableción: «En los plazos de suspensión admitidos por el art. 66 del decreto ley 33.302/45 corresponde computar las suspensiones disciplinarias».[53] Machera, Armando David: “El poder disciplinario en las relaciones de trabajo”, publicado en: “Estudios de derecho del trabajo en memoria de Alejandro M. Unsain”, Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1954, pag. 319-338[54] Machera, Armando David: op. cit. pag. 331[55] Machera, Armando David: op. cit. pag. 336[56] Machera, Armando David: op. cit. pag. 336[57] Luis María Stefanelli: “El poder disciplinario del empleador en la empresa privada”, DT 1952, pag. 712[58] Stefanelli; op. cit. pag. 713[59] Justo López; “Fundamentos del poder disciplinario del empleador”, LT XVI, pag. 413[60] Entre los pasajes de Santi Romano citados por Justo López, aparece el siguiente: “Cuando un individuo cualquiera, en el ámbito en que puede considerarse casi como un rey en su reino, esto es, en su casa… establece un ordenamiento que sirve para sus familiares, para las personas que están a su servicio, para las cosas que están a su disposición, para sus huéspedes, etc., crea en esencia una pequeña institución de la que se rige en jefe y de la que al mismo tiempo forma parte integrante…” (op. cit. pag. 471)[61] Justo López; op. cit. pag. 418[62] Justo López; op. cit. pag. 421[63] Justo López; op. cit. pag. 410[64] Si bien el Decreto-ley Nº 33.302/45 en su art. 66 hacía referencia al plazo de duración máxima de las suspensiones dispuestas por el empleador, no se refería expresamente a las suspensiones disciplinarias ni hacía referencia alguna a la posibilidad del empleador de aplicar medidas disciplinarias. Es por eso no consideramos que la misma pueda ser considerada una regulación del poder disciplinario.[65] Justo López, Norberto Centeno y J. C. Fernández Madrid; “Ley de Contrato de Trabajo Comentada”, Ediciones Contabilidad Moderna, Buenos Aires, 1987, pág. 257[66] Justo López, Norberto Centeno y J. C. Fernández Madrid; op. cit. pág. 258[67] Justo López, Norberto Centeno y J. C. Fernández Madrid; op. cit. pág. 258[68] Justo López, Norberto Centeno y J. C. Fernández Madrid; op. cit. pág. 260[69] Justo López, Norberto Centeno, y J.C. Fernández Madrid; op. cit. pag. 84[70] Justo López, Norberto Centeno, y J.C. Fernández Madrid; op. cit. pag. 88[71] Justo López, Norberto Centeno, y J.C. Fernández Madrid; op. cit. pag. 488[72] Hopenhayn, Martín: “Repensar el trabajo”, Ed. Norma, Buenos Aires, año 2001, p. 151[73] Foucault, Michel: “El poder psiquiátrico”, Ed. Fondo de cultura económica, Buenos Aires, año 2007, p. 73[74] Para conocer sobre las Coordinadoras Interfabriles: Werner Ruth y Aguirre Facundo; “Insurgencia obrera en la Argentina. 1969-1976. Clasismo, coordinadoras interfabriles y estrategias de la izquierda”, Ediciones IPS, Bs As 2007. Löbbe Héctor; “La guerrilla fabril: clase obrera e izquierda en la Coordinadora de Zona Norte del Gran Buenos Aires: 1975-1976”, CEICS-Ediciones ryr, Bs. As. 2009.

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