#78
Indiferentes
Por Antonio Gramsci
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Odio a los indiferentes. Como Federico Hebbel creo que “vivir quiere decir ser partisanos”. No pueden existir los que son solamente hombres, los que son extraños respecto de la ciudad (sentido de polis). Quien vive de verdad no puede no ser ciudadano, y estar de parte. Indiferencia es abulia, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por esto odio a los indiferentes. La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es una pelota de plomo para el renovador, es la materia inerte en la que a menudo se ahogan los entusiasmos más esplendorosos, es el páramo que cerca la vieja ciudad y la defiende mejor que los muros más fuertes, mejor que los pechos de sus guerreros, porque deglute en sus limos a los asaltantes, y los diezma y los descorazona y a veces los hace desistir de una empresa heroica. La indiferencia opera poderosamente en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad; es lo sobre que no se puede contar; es lo que desbarata los programas, que da vuelta los planes mejor diseñados; es la materia bruta que se rebela en contra de la inteligencia y la estrangula. Lo que sucede, el mal que derroca a todos, el posible bien que un acto heroico (de valor universal) puede generar, no se debe tanto a la iniciativa de pocos que operan, sino más bien a la indiferencia, a la inasistencia de los muchos. Lo que sucede no sucede tanto porque algunos quieren que suceda, sino más bien porque la masa de los hombres renuncia a su propia voluntad, deja hacer, deja que los nudos se junten, esos nudos que luego solo la espada podrá cortar, deja que se promulguen las leyes que luego solo la revuelta podrá abrogar, deja llegar al poder a hombres que luego solo el amotinamiento podrá derribar. La fatalidad que parece dominar la historia no es otra cosa que la apariencia ilusoria de esta indiferencia, de esta inasistencia. Algunos hechos maduran en la sombra, pocas manos, que nadie controla, tejen la tela de la vida colectiva, y la masa lo ignora, porque no se preocupa. Los destinos de una época son manipulados por las visiones restringidas, los propósitos inmediatos, las ambiciones y las pasiones personales de pequeños grupos activos, y la masa de los hombres ignora, porque no se preocupa. Pero los hechos que maduraron al final desembocan; pero la tela tejida en la sombra llega a su fin: y entonces parece como si fuera una fatalidad que aplasta a todo y a todos, parece que la historia no es más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del cual todos son víctimas, aquellos que quisieron y aquellos que no quisieron, quienes sabían y quienes no sabían, quien había sido activo y quien indiferente. Y este último se irrita, quisiera sustraerse a las consecuencias, que estuviera claro que él no quiso, que no es responsable. Algunos lloriquean piadosamente, otros blasfeman obscenamente, pero nadie o pocos se preguntan: ¿y si también yo hubiera hecho mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mi consejo, todo esta habría sucedido? Pero nadie o pocos se culpan por su indiferencia, de su escepticismo, por no haber ofrecido su brazo y su actividad a esos grupos de ciudadanos que, para evitar ese mal, combatían, procuraban ese bien que se proponían. La mayoría de estos, en cambio, frente a los hechos consumados, prefieren hablar de fracasos ideales, de programas definitivamente colapsados y de otras cosas placenteras por el estilo. Reanudan así su ausencia de toda responsabilidad. No es que no sean capaces de ver las cosas claras, o de no poder proponer soluciones bellísimas frente a ciertos problemas acuciantes, o frente a esos que reclaman amplia preparación y tiempo, y que también tienen su urgencia. No, pero estas soluciones son bellísimamente infecundas, su contribución a la vida colectiva no está animada por ninguna luz moral; es el producto de la curiosidad intelectual, no de un sentido mordaz de responsabilidad histórica que quiere a todos activos en la vida, que no admite agnosticismos e indiferencias de ningún tipo. Odio a los indiferentes y por eso me aburre su lloriqueo de eternos inocentes. A cada uno de ellos le pregunto cómo ha desarrollado la tarea que la vida le ha puesto y le pone cotidianamente adelante, de lo que ha hecho y especialmente de lo que no ha hecho. Y siento que puedo ser inexorable, que puedo no desperdiciar mi piedad, que puedo no deber compartir con ellos mis lágrimas. Soy partisano, vivo, siento en las conciencias viriles de mi parte el latido y la acción de la ciudad futura, que en mi parte se está construyendo. Y en ella la cadena social no pesa sobre algunos pocos, en ella cada cosa que sucede no se debe a la casualidad, a la fatalidad, sino que es inteligente obra de los ciudadanos. En ella no hay nadie que esté en la ventana mirando mientras los pocos se sacrifican, se desangran por el sacrificio; y nadie está en la ventana, emboscado, queriendo beneficiarse de ese mísero bien que el actividad de pocos procura y que luego desahogue su delusión vituperando lo sacrificado, lo desangrado porque no ha logrado en su intento. Vivo, soy partisano. Por eso odio a quien no es de parte, odio a los indiferentes.
i Publicado en La Ciudad futura, 1 de febrero de 1917: 1-1. 2. Cfr. Friedrich Hebbel, Diario, traducción e introducción de Scipio Slataper, Carabba, Lanciano, 1912 (“Cultura del alma”), p. 82: “Vivir significa ser partisanos” (reflexión, no. 2127). Este mismo pensamiento de Hebbel había sido publicado en el número del “Grito del Pueblo” el 27 de mayo de 1916, junto con otras dos “reflexiones” de la misma obra: “1. Un prisionero es un predicador de la libertad.
ii A la juventud se le reprocha a menudo de creer que el mundo empieza y termina con ella. Pero la vejez cree aún más a menudo que el mundo termina con ella. ¿Qué es peor?”.
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