#103
Volver al Futuro del Derecho del Trabajo
Por Enrique Catani

Sin titulo – 2001 – Josefina Robirosa
Dorothea Tanning
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El futuro llegó hace rato
Cuando pensamos en el futuro del trabajo, lo primero que viene a la mente es la tecnología. Robots, drones, algoritmos, inteligencia artificial. Escenarios que parecen salidos de Matrix o Blade Runner, más próximos a la ciencia ficción que a la vida cotidiana de nuestros tribunales o de nuestras fábricas.
Sin embargo, las mismas perplejidades habrán experimentado quienes pensaban en el futuro del trabajo hace más de un siglo, cuando se encendió la primera lámpara eléctrica. También cuando la máquina de vapor y el telar mecánico inauguraron la revolución industrial. O mucho antes todavía, hace unos diez mil años, cuando la agricultura transformó para siempre la forma de vivir y de trabajar.
Cuando advertimos esto, la tentación es decir que no hay nada nuevo bajo el sol. Que, como cantaban Los Redondos, el futuro llegó hace rato.
Esa tentación está bien presente en la mirada tecnoptimista: la convicción de que la humanidad siempre atravesó cambios radicales en el trabajo y siempre encontró la manera de resolverlos. Pero también hay quienes advierten que esta vez es diferente. No es solo una cuestión de tecnología: es una cuestión de velocidad.
¿Qué hay de nuevo, viejo?
El cambio tecnológico siempre estuvo en el centro de las grandes transformaciones sociales. La máquina de vapor, la electricidad, el motor de combustión interna, la informática, todas esas innovaciones abrieron épocas distintas y reconfiguraron el trabajo humano. Desde ese punto de vista, podría decirse que no hay nada nuevo: cada generación enfrentó su propia revolución técnica.
Pero lo que distingue a nuestro tiempo es la velocidad o, mejor aún, la aceleración. Lo que antes demoraba siglos ahora ocurre en décadas; lo que antes necesitaba varias generaciones, hoy se resuelve en pocos años, a veces en meses. Es lo que el papa Francisco llamaba la rapidización del cambio.
Un vértigo que produce fascinación y temor al mismo tiempo.
El ejemplo militar es ilustrativo: entre las campañas de Julio César y las de Napoleón transcurrieron casi dos milenios, pero, en ambas, las tropas se movían con caballos y barcos a vela. En cambio, entre Napoleón y la Primera Guerra Mundial hubo apenas un siglo y ya aparecieron el ferrocarril y los barcos a motor. Y en solo dos décadas, entre la Primera y la Segunda Guerra, los ejércitos incorporaron camiones y aviones. Lo que antes demandaba siglos pasó a suceder en décadas y luego en unos pocos años.
Ese mismo ritmo acelerado se advierte en nuestras vidas cotidianas. Tecnologías que hace un puñado de años nos maravillaban —los mensajes de texto, los disquetes, el correo electrónico— ya resultan piezas de museo. Hoy nos maravillamos con tecnologías nuevas que ya sabemos que serán obsoletas en muy poco tiempo. Lo sabemos, porque ya lo hemos experimentado. La única constante del cambio tecnológico contemporáneo es su aceleración.
¿Magia o espanto?
Frente a las innovaciones tecnológicas, las miradas suelen polarizarse. De un lado están los apocalípticos, convencidos de que cada máquina nueva anuncia la catástrofe: la desaparición del empleo, la marginación creciente. No faltan ejemplos históricos: los luditas que destruían telares en la Inglaterra del siglo XIX, los autores que hablaron del fin del trabajo (Jeremy Rifkin, 1995) o del horror económico (Viviane Forrester, 1996), los que ven en cada avance técnico una amenaza.
Del otro lado se ubican los tecnoptimistas. Para ellos, cada novedad tecnológica traerá más eficiencia, más bienestar, más prosperidad compartida. Keynes, en los años treinta, imaginaba que hacia 2030 la humanidad trabajaría apenas unas pocas horas a la semana y dedicaría el resto del tiempo al ocio creativo, porque las máquinas se encargarían de todas las tareas rutinarias.
Estas dos miradas, extremas y contrapuestas, se repiten en cada etapa histórica y ambas conviven también en nuestro presente. La sensación de estar frente a algo mágico se mezcla con el temor a quedar descartados, obsoletos, prescindibles. Magia y espanto en dosis variables: esa es la textura emocional con que atravesamos la aceleración de los cambios actuales.
Del telar al algoritmo
Las máquinas de la revolución industrial eran extensiones de las manos de los trabajadores. Los algoritmos y la inteligencia artificial son, en cambio, extensiones de su mente. Ahí está la novedad.
Por eso, hasta ahora, las innovaciones tecnológicas sustituían tareas peligrosas, sucias o aburridas; impactaban sobre todo en la base de la pirámide ocupacional. La inteligencia artificial, en cambio, mueve la frontera: empieza a reemplazar tareas intelectuales, del nivel medio y alto de la pirámide ocupacional.
El ejemplo de las plataformas lo muestra claramente. El repartidor no desaparece: sigue pedaleando bajo la lluvia. Lo que desaparece es el supervisor humano. Los algoritmos asignan pedidos, miden rendimientos, distribuyen premios y castigos y fijan la remuneración. Lo disruptivo de la IA no es que reemplace al que pedalea, sino al que organiza el trabajo, al que evalúa, al que planifica. No suplanta al enfermero; suplanta más bien al médico. No elimina al repartidor; elimina al gerente de logística.
La Argentina simultánea
En la misma cuadra conviven siglos distintos. Un taller que endereza a martillazos el guardabarros de un R12 y, dos puertas más allá, un local que cobra con QR y despacha por apps. En el campo, drones que monitorean humedad del suelo, mientras que, a pocos kilómetros, se sigue trabajando con carros y bueyes. La Argentina es una superposición de tiempos productivos.
Tenemos un sector primario de frontera —agricultura de precisión, biotecnología, maquinaria con GPS— junto a producciones de baja escala y bajísima productividad. Un sector industrial todavía muy relevante —automotriz, siderurgia, metalurgia, petróleo y sus derivados, etc.—, que coexiste con pymes que sobreviven con máquinas veteranas y oficios a la vieja usanza. Un amplio sector terciario tradicional —logística, salud, educación, turismo— y, en paralelo, una frontera tecnológica dinámica en software, medios de pago digitales y servicios basados en conocimiento. Todo eso al mismo tiempo.
Pero esa postal tiene también su reverso. Miles de compatriotas sostienen su ingreso en tareas de mera subsistencia: reciclado urbano, venta ambulante, ferias barriales, comedores, cuidados comunitarios. Muchas veces organizados en cooperativas o movimientos sociales, construyen redes de trabajo que no encajan en el molde clásico de la fábrica ni en el léxico del management.
Vanguardia y retaguardia: dos zonas ciegas del Derecho del Trabajo
En los bordes del mapa aparecen, al mismo tiempo, la vanguardia y la retaguardia del trabajo.
En la vanguardia tecnológica, quienes trabajan con algoritmos y plataformas: la aplicación decide accesos, tarifas, turnos, trayectos, evaluación y continuidad. El poder de dirección existe, pero muchas veces no tiene rostro.
En la retaguardia tecnológica, la economía popular: reciclado, ferias, cuidados comunitarios, cuadrillas de limpieza. Tareas con baja productividad y mínima incorporación de tecnología, con frecuencia organizadas en cooperativas de trabajo.
Ambos grupos comparten un mismo problema, que es también una limitación de nuestra disciplina. Las categorías con las que el Derecho del Trabajo aprendió a ver el mundo —forjadas para el empleo industrial típico— no los abarcan con naturalidad, de modo que entran y salen de ellas con demasiada facilidad.
A los primeros se los autonomiza, porque el mando se ejerce desde una interfaz y eso desdibuja la figura clásica del empleador; a los segundos se los deposita en el casillero de beneficiarios o cooperativistas.
En un caso, la tecnología licúa al empleador; en el otro, la forma jurídica funciona como biombo. Mientras no afinemos el instrumental conceptual, esas orillas del mapa seguirán siendo zonas de desprotección.
La retaguardia: los trabajadores de la economía popular
Así como hay sectores en la vanguardia tecnológica, también hay retaguardias donde se trabaja con muy baja productividad, a veces en la mera subsistencia, muchas veces de manera autoorganizada o en cooperativas. Un Derecho del Trabajo orientado por la justicia social no puede desentenderse de esa parte del mapa: tiene que incluirla.
Nos cuesta mucho asumir desde el Derecho del Trabajo a los trabajadores de la economía popular. La mirada que campea en la disciplina es que se trata lisa y llanamente de trabajadores desocupados, que deben ser objeto de la asistencia social mientras dure esa situación de desempleo. Para decirlo en términos burocráticos: pensamos a este sector como una población cliente del Ministerio de Desarrollo Social y no del Ministerio de Trabajo.
Esa lectura supone que el fenómeno es transitorio y que desaparecerá con el crecimiento y la creación de empleo formal. Todos desearíamos que así fuera, pero ¿no estaremos añorando un paraíso perdido? La persistencia en el tiempo de estas formas de trabajo, la institucionalización permanente de sus organizaciones representativas de un modo cuasi sindical y la propia dinámica de la economía mundial y argentina no permiten vislumbrar al fenómeno como algo próximo a desaparecer en el corto plazo a través del crecimiento de la actividad económica tradicional.
También hay avances que conviene reconocer. Cuando el Ministerio de Trabajo creó el registro de organizaciones de la economía social dio un paso importante para incorporar a estos trabajadores al universo del trabajo. El monotributo social, en cambio, parte de una premisa opuesta: la de concebirlos como microemprendedores independientes. Esa tensión conceptual recorre, de punta a punta, el modo en que los miramos.
No podemos avanzar aquí con propuestas reformadoras sobre la materia, pero sí conviene señalar que algunos criterios jurisprudenciales muy arraigados dificultan el reconocimiento de derechos en este sector. A modo de muestra, me detengo en dos:
1- Cooperativas de trabajo y acto cooperativo
Muchos trabajadores y trabajadoras de la economía popular se organizan en cooperativas de trabajo, de modo que la jurisprudencia sobre estos entes resulta decisiva. Al respecto, simplificando un poco la cuestión, podemos decir que está muy consolidada la idea de que el acto cooperativo excluye la existencia de relación de trabajo. La excepción serían las cooperativas aparentes o fraudulentas. Pero ese no es el caso de las cooperativas auténticas conformadas por trabajadores y trabajadoras de la economía popular.
Esta jurisprudencia consolidada impide compatibilizar la realidad cooperativa con las protecciones laborales. Una lectura distinta del artículo 27 de la LCT podría llegar a mejores soluciones.
2- Subcontratación pública y solidaridad del Estado
Muchas de estas cooperativas realizan tareas subcontratadas para el Estado, en especial a nivel municipal. La jurisprudencia que niega la responsabilidad solidaria del art. 30 LCT cuando el Estado es el contratante —apoyada en una lectura extensiva del art. 2 LCT— deja muchas veces a estos trabajadores sin amparo frente a obligaciones laborales básicas. Esa lectura, a mi entender, es errónea: el artículo 2 de la LCT no excluye al Estado de sus disposiciones; excluye solamente a los dependientes del Estado, es decir, a los empleados públicos. De hecho, cuando la LCT quiere excluir de alguna de sus disposiciones al Estado, lo hace en forma expresa.
La vanguardia: trabajar a las órdenes del algoritmo
La disciplina también experimenta serias dificultades para asumir plenamente a los trabajadores de la vanguardia, porque el mando se ejerce desde una interfaz y la figura clásica del patrono se vuelve borrosa. El riesgo es viejo: cuando la realidad no entra cómodamente en la tipología, la resistencia a repensar el esquema conceptual puede dejarla afuera. Sin embargo, el algoritmo que asigna tareas, define tarifas y bloquea cuentas no es una bruma metafísica: es el modo —nuevo en su forma, viejo en su función— en que se organiza el trabajo y se ejerce poder de dirección.
En la jurisprudencia argentina, lo más sólido hasta ahora vino de la mano de la policía administrativa del trabajo bonaerense. Las multas aplicadas por el Ministerio de Trabajo de la Provincia de Buenos Aires a plataformas por incumplimientos laborales llegaron a los Tribunales de Trabajo de La Plata y, en tres pronunciamientos, los jueces confirmaron sanciones y explicitaron que hay inserción de los repartidores en una organización empresaria ajena. En septiembre de 2021, el Tribunal de Trabajo N.º 4 sostuvo, en “Kadabra S.A.S. (Glovo) c/ Ministerio de Trabajo s/ apelación de resolución administrativa”, que la patronal se desvanece bajo el algoritmo, pero no desaparece, y validó la multa provincial (sent. 9/9/2021). Un mes después, el Tribunal de Trabajo N.º 2 confirmó la sanción a Rappi en “Ministerio de Trabajo c/ Rappi Arg. S.A.S.” (Causa N.º 49.930, sent. 29/9/2021), destacando que la plataforma es el establecimiento a los fines del art. 6 LCT y que rige la presunción del art. 23 LCT. En noviembre de 2021 el Tribunal de Trabajo N.º 1 hizo lo propio con PedidosYa (“Repartos Ya S.A. s/ apelación de resolución administrativa”, sent. 25/11/2021), cerrando una trilogía que reconoce laboralidad y convalida la competencia y el procedimiento sancionatorio.
La jurisprudencia argentina exhibe pocas sentencias firmes sobre el punto y curiosamente las más relevantes se basan en el impulso estatal (multas e inspecciones), no tanto en reclamos de repartidores. Este es un dato incómodo pero relevante para una política de inclusión laboral sensata: como pasó con las vendedoras de Tupper en los noventa, no parece haber — por ahora— una demanda masiva y homogénea de asalariar sin más. El Derecho del Trabajo tiene que encontrar las herramientas para incluir en sus protecciones a estos trabajadores escuchando antes que nada sus demandas y sin caer en tentaciones paternalistas.
Repensar la noción de dependencia
Cuando la retaguardia y la vanguardia quedan fuera de foco, el problema tal vez no sea la realidad, sino el lente conceptual con que la miramos. En particular, la noción de dependencia —esa llave de entrada a la disciplina— puede estar funcionando como un filtro más estrecho de lo que la finalidad protectoria reclama. Quizás sea necesaria repensarla, no para excluir, sino justamente para incluir: para que el concepto no sea el obstáculo que impida abrazar con las protecciones laborales a quienes hoy quedan en los márgenes.
El modo tradicional de concebir la dependencia: la triple subordinación
Nuestra disciplina se desarrolló a partir de la noción clásica de la relación de dependencia. Todos aquí estamos familiarizados con la conceptualización clásica sobre la relación de dependencia, como una subordinación. O, más bien, como una triple subordinación: jurídica, económica y técnica. Con el tiempo, entre nosotros, la subordinación jurídica terminó ocupando el centro de la escena. Paralelamente, la disciplina consolidó un método para encontrar la dependencia allí donde existe: el haz de indicios, reconocido en la Recomendación 198 de la OIT. Así, el operador jurídico busca los indicios de la subordinación: horario, salario, control, integración en una organización ajena; si aparecen suficientes indicios, concluye que existe dependencia.
Sin embargo, yo sospecho que eso es una teorización ex post facto. En la práctica, operamos al revés. No partimos de indicios neutros, sino de un trabajador paradigmático que todos tenemos en la mente. Ese arquetipo platónico es un trabajador de la época fordista: obrero metalúrgico, varón, sindicalizado, cuarenta y pico, casado, con dos hijos. El equivalente, en nuestro campo, al buen padre de familia del Derecho Civil o al buen hombre de negocios del Derecho Comercial. Y es a partir de esa figura que evaluamos los demás casos mediante un método de parecido/diferente: si se parece, entra; si es muy diferente, queda afuera.
Ese lente hoy deforma. Con esos anteojos puestos, nos cuesta ver al cartonero de una cooperativa que recorre la ciudad con su carro y entrega el material en un centro verde municipal, porque no se parece al obrero paradigmático. Con esos anteojos, nos cuesta ver a la ciclista venezolana que pedalea para una app que le asigna viajes, pauta tarifas y puede bloquearle la cuenta. El problema no es empírico: es epistemológico. Miramos el presente con anteojos hechos para el pasado. La salida es volver al futuro.
Posibles derivas futuras de la disciplina
Frente a este mapa —retaguardia empobrecida y vanguardia algorítmica— el Derecho del Trabajo está ante una encrucijada. No es un matiz técnico: es una coyuntura decisiva. De cómo leamos hoy la dependencia dependerá a quiénes protegeremos mañana.
1) Retroceso civilista
Una tentación antigua con ropaje de modernización es estrechar la llave de entrada. Convertir la dependencia en un molde rígido, adelgazar presunciones protectorias, derivar lo dudoso al derecho común. Promete orden y previsibilidad; su costo es conocido: agranda las zonas de desprotección precisamente donde el trabajo se volvió más frágil.
La política gubernamental actual (decreto 70/2023, Ley Bases, etc.) y cierto clima de época parecen orientarse, lamentablemente, en este sentido, empujando la disciplina hacia una versión minimalista de sí misma. Esta deriva está sostenida por un discurso que cuestiona por arcaico, viejo y atrasado al ordenamiento laboral, pero que —como remedio— propone retroceder aún más en el tiempo. Es un discurso que critica por viejas las herramientas del siglo veinte, pero propone volver a las del siglo diecinueve.
Esta deriva, demasiado probable por desgracia, no promete ningún futuro. Solo promete un pasado más remoto.
2) Originalismo inmóvil
Otra deriva posible es el originalismo. Así como la corriente originalista del Derecho Constitucional propone interpretar la Constitución conforme al sentido original que le habrían dado los padres fundadores, el originalismo en nuestra disciplina sería pensar la noción de dependencia solo con los signos del mundo que la originó.
Implicaría seguir usando sin cuestionamientos el haz de indicios, aunque esas herramientas hoy nos permitan proteger más fácilmente a los gerentes (el Vizzoti de Vizzoti c/ Amsa, el Pérez de Pérez c/ Disco) que a los cartoneros y a los repartidores.
Su virtud aparente es la fidelidad a los textos, a los grandes maestros; su límite, la miopía: protege muy bien a quienes están en el centro y deja en penumbras a quienes habitan la periferia. Conserva principios, pero pierde realidad.
3) Ampliación inclusiva
La tercera deriva posible consiste en repensar los conceptos más consolidados de la disciplina para reencontrar su fundamento. Entender la dependencia como una relación de poder que coloca trabajo bajo organización ajena y captura de valor de otro, con o sin capataz visible, haya o no línea de montaje. Requiere mirar con más detalle la realidad económica, más que los indicios del haz. Supone graduar los anteojos: leer sin prejuicios la realidad cuando un tercero organiza, y reconocer la subordinación que se ejerce en código y datos cuando el mando se despersonaliza en una interfaz. Es un camino más exigente —porque pide revisar hábitos muy arraigados y afinar el método—, pero tiene una virtud simple: incluye allí donde antes no veíamos.
En otras palabras, esta deriva generosa exige que miremos el trabajo a proteger donde ese trabajo existe ahora, aunque sus formas no se parezcan a las originales y aunque haya que repensar conceptos, normas y tradiciones. Es la única deriva que augura un futuro interesante al Derecho del Trabajo. Es la única, además, que cumple con la máxima constitucional de proteger el trabajo en todas sus formas.
Justicia social, el nombre del futuro
La justicia social no es un souvenir del siglo veinte: es el nombre del futuro que todavía nos debemos.
Volver al futuro del Derecho del Trabajo es volver a su centro moral: ponerse del lado de quien menos poder tiene, graduar los lentes para ver con nitidez a todos y hacer que las protecciones lleguen primero a los últimos.
Si el Derecho del Trabajo sirve, es para repartir dignidad allí donde la economía reparte desigualdad. Todo lo demás es literatura.
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