noviembre 2022

A cincuenta años de la masacre de Trelew por Javier Trimboli

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La memoria sobre lo acontecido en Trelew en agosto de 1972 debería escandirse en dos tiempos. O, por lo menos, impedir que uno de los segmentos -el sin dudas atroz, el que merece todo nuestro repudio-, lo ocupe todo y entierre al otro. Se sabe: el martes 22 de ese mes, Trelew y su vecina Rawson se vieron sacudidas por el fusilamiento de cinco mujeres y catorce hombres, de diecinueve revolucionarios; la noticia no tardó en desparramarse, se tornó tan verdadera como insoportable en cada rincón de la Argentina. Porque la condena pareció ser unánime y ayudó a precipitar el final de una dictadura que se había iniciado con las ínfulas refundacionales de Onganía y que ya estaba mal herida por las enormes movilizaciones de 1969, puebladas a las que se nombró con aumentativo. Una semana antes, el martes 15, se había puesto en marcha la fase final de la operación de fuga del penal de Rawson, planeada minuciosamente por militantes presos que pertenecían a tres organizaciones revolucionarios y armadas, al ERP, a Montoneros y a FAR. Pero el plan no salió como se esperaba, algo falló, se dice con discreción que alguno de los militantes que prestaban apoyo logístico desde fuera del penal interpretó mal una señal, supuso entonces que había que desacelerar lo largamente preparado. Por lo tanto, de los cien guerrilleros que se habían llegado a despedir de los presos comunes y de los militantes que se quedaban, apenas seis logran escapar. Son nada más y nada menos que Mario Santucho, Roberto Quieto, Fernando Vaca Narvaja, Marcos Osatinsky, Domingo Menna y Gorriarán Merlo. Secuestran el avión de Austral que hacía escala en el aeropuerto de Trelew rumbo a Buenos Aires y lo desvían hacia Chile donde aún gobernaba Salvador Allende. A los días, para aliviar la presión extra que esto le cargaba al resistido gobierno socialista, partirán hacia Cuba. Otros diecinueve llegan con demora al aeropuerto, cuando quienes se han apoderado del avión no pueden estirar más el tiempo a riesgo de que todo se venga abajo. Serán los masacrados.
No arriesgamos nada si decimos que en la conciencia política revolucionaria que se encontraba en expansión, y que apostaba fuerte a que el horizonte socialista se empezaría a entrever cuando la dictadura se volviera ruina –en zonas mayoritarias la vuelta de Perón era entendida como un paso asegurado en esta dirección-, Trelew no dejó de estar presente ni por un día. Una consigna que rayaba paredes y banderas parecía evocar sostenidamente los “héroes” asesinados, o a los “mártires”: “la sangre derramada no será negociada”. Otra se canta y, escribe Francisco Urondo, fue central durante la campaña electoral que llevó a Cámpora al gobierno: “Ya van a ver, ya van a ver, cuando venguemos a los muertes de Trelew”. Por otra parte, en los alrededores del primer aniversario de la masacre, se publican dos libros que siguen siendo fundamentales para aproximarnos al hecho, para tratar con él. Urondo, en la noche que se supuso auspiciosa del 24 al 25 de mayo de 1973, se encerró en una celda de otro penal, el de Devoto, con los tres sobrevivientes de la masacre. María Antonia Berger, Alberto Camps y Ricardo René Haidar se habían escabullido de la muerte por muy poco, como no lograrían hacerlo ante la ofensiva del terrorismo estatal que atravesará a la Argentina a partir de 1976. Urondo estaba preso en Devoto desde febrero de ese año, cuando las fuerzas del orden irrumpieron en una casa en Tortuguitas en la que se encontraba con compañeras y compañeros, y rodeados de armas de fuego. Quién hasta ese entonces sólo era un poeta, también un periodista que trabajan en distintos medios, incluso en el cine y la televisión, se revelaba a la luz pública como un integrante de la FAR. En la noche del 24 de mayo, en un penal prácticamente tomado por los reclusos, en el que se entona la marcha peronista y se comparte un sencilla comilona, Urondo pone un grabador y les pregunta a los tres sobrevivientes. El libro será La patria fusilada y tendrá varias ediciones en lo que queda de ese año. El otro libro lo compone Tomás Eloy Martínez que, por orden de la Armada, había sido echado de la revista Primera Plana, dado que en la edición que llega a la calle el mismo 22 a última hora de la tarde expone serias dudas sobre lo acontecido en Trelew, sospecha que no hubo una nueva intentona de fuga de los guerrilleros, esta vez de la base aeronaval Almirante Zar a donde habían sido trasladados; es decir, pone sombras sobre el argumento que el gobierno pretende imponer. Se traslada al sur, emprende una investigación y su atención se fija en un pueblo, el de Trelew y Rawson, que había despertado a la vida política en relación con esos presos, que por su solidaridad luego serán violentado y humillado. Y protagoniza en el mes de octubre de ese año el llamado Trelewazo.
En un artículo imprescindible, el historiador Roberto Pittaluga propone que, como ningún otro hecho de violencia estatal previo, la masacre de Trelew anticipaba lo que ocurriría años después en la Argentina con el despliegue del terrorismo de Estado. Explicita hasta dónde están dispuestas a llegar las fuerzas armadas y el entramado social del que se alimentan para terminar con la parte insumisa de la población. Por supuesto, no es la primera masacre en el siglo XX argentino, pero esta ocurre a plena luz del día. Los diecinueves guerrilleros que no logran subir al avión secuestrado dan una conferencia de prensa ante los medios de comunicación que con premura hasta allí se acercan. Y entregan las armas, se rinden. Solicitan la presencia de médicos para que haya constancia de que sus cuerpos no tienen heridas. Diarios, radios y canales de televisión informan sobre su situación. Durante toda la semana estará entre las noticias principales en todo el país. Incluso dialogan con el personal del aeropuerto y con los casuales pasajeros que allí aguardan. “Confraternizan” según declaran en La patria fusilada. Entre ellos se encontraba el coronel Luis César Perlingher que en la noche del martes 15 comenta ante un medio de prensa lo que les dijo a esos “muchachos”: “No coincido ideológicamente en nada con ustedes. Pero les rindo el mismo respeto que un romano le rendía a un cristiano cuando lo arrojaban a los leones y sabía levantar la cruz. Al país van construirlo quienes sean capaces de arrojarse a los leones.” A los días lo arrestan. Es decir: la masacre no ocurre en basurales, no deja débil rastro público como lo ocurrido en Buenos Aires en enero de 1919 o en el extremo sur en 1921, episodio este que alcanza a recordar uno de los guerrilleros que toma la palabra en la conferencia de prensa, el “Indio” Bonet. Frente a los ojos de todos, son asesinatos alevosos, de hombres y mujeres indefensos. Quizás se podría observar que el bombardeo a la Plaza de Mayo tuvo un nivel muy similar de explicitud. Y que justamente la dictadura supo hacer de lo furtivo, de lo a medias conocido, entre lo diurno y la nocturno, todo un arte represivo. Como sea, el argumento de Pittaluga es contundente y preciso. Eran señales muy claras de que un cambio cualitativo estaba a punto de ocurrir, que ya estaba ocurriendo. Y las mismas fueron desoídas. Apenas Haroldo Conti en un artículo en la revista Nuevo Hombre parece advertir que la nueva política dispuesta implica que Trelew no es un hecho aislado, sino un “método” que buscarán volver “costumbre”.
En contraste, La patria fusilada y La pasión según Trelew –este es el título del libro de Eloy Martínez-, aunque más que nada el primero, dejan ver la convicción de que lo que ocurrió en Trelew expresa sobre todo la derrota de las fuerzas armadas como guardianes de una Argentina que está a punto de ser transformada de raíz. Es la desesperación de saberse perdidos lo que lleva a los represores a la masacre. Se llora a los héroes, a los mártires, pero sus muertes sellaron el retroceso político, acaso definitivo, de la gran burguesía y su personal político. Incluso desarticularon la maniobra del Gran Acuerdo Nacional pergeñado por Lanusse y que pretendía aislar a Perón y a las organizaciones revolucionarias, dando curso a una salida institucional que los dejara a ellos afuera. Si el objetivo era romper la relación Perón – pueblo – organizaciones armadas, el repudio a la masacre mostró que esto era imposible y, a su vez, que el pueblo entiende la necesidad de la lucha armada. Urondo se refiere “al tiempo record en que las formas de lucha, el grado de violencia como el que expresa la guerrilla, son aceptados popularmente.” Desde ya, ni Berger ni Haidar ni Camps lo contradicen. Desde nuestro desencantadísimo 2022 podríamos levantar el dedo y repetirles que estaban cegados en su fe revolucionaria. Sin dudas puede ser pero no sería justo hacerlo si no hay disposición a pensar que es lo que nos ciega hoy. Sin la misma radicalidad, el libro de Eloy Martínez no deja de admirarse por la dignidad y la politización de un pueblo al que hasta el momento la historia parecía marcarlo desde muy lejos.
El 22 de agosto pone en claro lo que el Estado, entregado a las influencias siempre principales de las clases dominantes, fue y sigue siendo capaz de hacer en horas que juzga decisivas o críticas. Desde la “campaña del desierto” hasta diciembre de 2001 o la masacre del Puente Pueyrredón. La fuga del 15 de agosto recuerda otras cosas: por empezar, y como dicen los sobrevivientes en La patria fusilada, que un militante encarcelado no puede pensar en otra cosa sino en escapar. Estudiar, entrenar, discutir para volver a la lucha. La transformación de la “sociedad disciplinaria” en “sociedad de control”, que nunca es pareja y de la que tanto se habla, relativiza dónde empiezan hoy y dónde terminan los encierros. Abrumados por cámaras, por geolocalizaciones, por códigos QR que, para colmo, convencen de que están a nuestro favor, los límites se tornaron difusos. Herida, María Antonia Berger alcanza a escribir “LOMJE” con su propia sangre en una pared de la base naval donde finalmente no la rematará: “Libres o muertos, jamás esclavos”. Todo un desafío entender qué significa y a qué obliga tomarse mínimamente en serio esas palabras que, obvio de toda obviedad, nada tienen que ver con las de los autoproclamados libertarios, pero tampoco con lo que anima argumentaciones de compañeros y camaradas que se muestran satisfechos con deshacerse de los significados de la libertad, a la que descalifican en tanto valor burgués y liberal. Sin advertirlo, queman un legado amenazado e invaluable.
Apostilla imprescindible: aunque no lo cuenten en ninguno de estos libros, se sabe que los responsables de las organizaciones revolucionarias le ofrecieron a Agustín Tosco ser parte de los fugados, incluso en el lote principal. Que aceptó colaborar en el plan pero que de inmediato supo que no se sumaría, porque siendo un dirigente sindical ningún papel podría ocupar prófugo. Sólo le correspondía esperar que el pueblo lo liberara. Luego, en las hora indescriptiblemente amargas que se vivieron en el penal al tener noticia de los fusilamientos, se cuenta que fue la voz de Tosco la que calmó la desesperación y la tristeza, palabras que resonaron en los pabellones, que se escucharon detrás de los barrotes, animando a continuar la lucha.

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